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Análisis

Jerónimo Molina

La reforma de la que nadie habla

La crisis de la sociedad española no es sólo de índole económica, también afecta a la política y a sus relaciones con la sociedad · España necesita urgentemente una regeneración de la vida institucional

DESDE el estallido de la crisis, estamos enredados en una maraña de discusiones acerca de sus efectos y de cómo salir de ella. Lo cierto es que buena parte de las propuestas al respecto, o al menos la mayoría de las sensatas, coinciden en lo fundamental: necesariamente hay que implantar reformas profundas, para que nuestra economía remonte el vuelo.

Pero hoy día la crisis de la sociedad española no es sólo de índole económica, sino que ésta ha sobrevenido sobre una crisis institucional que alcanza a la política y a sus relaciones con la sociedad. Desde hace ya muchos años, se viene asistiendo a una progresiva ocupación por parte de la clase política dirigente de los espacios y las instituciones propias de la sociedad civil, lo que va desde los medios de comunicación a la universidad, pasando, cómo no, por los diferentes órganos de administración del Estado (más allá del Parlamento, claro está, que debería ser su hábitat natural). Las camarillas políticas y las relaciones clientelares que fomentan terminan por invadirlo todo tomando un protagonismo excesivo y peligroso, expulsando de la esfera pública a las voces independientes de la sociedad civil. Es decir, que las trabas institucionales que lastran la competitividad española no son sólo, ni mucho menos, de índole estrictamente económico.

En la administración esto es doblemente grave. El profesional y el técnico, en sus diferentes versiones, funcionario de carrera, se ha visto desplazado por la persona de partido, con el evidente deterioro en la calidad del servicio público y el desprestigio de la función pública. Éste es un síntoma claro de debilidad de nuestro sistema democrático: la sociedad civil y sus representantes políticos deberían tener un objetivo común, y no es así.

Podemos remontarnos a 2007, antes de que comenzase la crisis económica, para encontrar un claro ejemplo del problema. Los debates estatutarios coparon durante meses la actividad política y el debate público en todo el país, pero a la hora del refrendo electoral quedó palpable el nulo interés de la ciudadanía en reformar unos textos para sustituirlos por otros igual de ajenos a sus inquietudes. Sólo la clase política parecía tener algo en juego en todo aquello, y quién sabe si todavía no seguiríamos hablando de ello de no haber quebrado Lehman Brothers. Hemos visto cómo se reformaron, de arriba abajo en ocasiones, los textos legislativos fundamentales, pero en lo fundamental nada ha cambiado.

La mayoría de las cuestiones que hay que resolver se abordan desde el interés político, relegando las opiniones de los expertos. Así, en el debate sobre el modelo energético, los usos del agua, el sistema de pensiones o el modelo educativo, no se oyen las voces de los profesionales ni de los científicos. Sólo se argumenta desde la esfera de la política cuyo alcance, objetivos e interés no van más allá de lo que se necesita prometer para las próximas elecciones.

Es curioso comprobar cómo, cada vez más, las nuevas hornadas de políticos no han tenido, o apenas, más experiencia profesional en sus trayectorias que la de la actividad partidista, ya sea dentro del aparato o por libre designación en la administración. Esta clase de político, que evidentemente está incentivado a perpetuarse en el cargo porque no conoce otro oficio ni beneficio, tiene que satisfacer para ello los requerimientos del grupo ante el que responde y, más aún, de las personas concretas que lo han respaldado desde sus inicios. Todo este proceso fomenta aún más la endogamia (que por definición acaba por deformar y corromper a cualquier especie animal), además de quebrar inexorablemente el vínculo del dirigente con la realidad cotidiana de la inmensa mayoría de la población.

Metidos en este círculo vicioso, otra consecuencia del mismo ha sido la generalización de una retórica políticamente correcta, huera (cuyos principales víctimas, además de nosotros mismos, son conceptos como el género o la sostenibilidad), a la que se recurre machacona y únicamente para vender un discurso, pero no para profundizar en las cuestiones que subyacen al mismo ni aportar soluciones a los problemas reales del mundo real. Se trata, tan sólo, de legitimar una actuación política, a la manera de los sofistas de la Grecia clásica (que, por cierto, eran repudiados por el pueblo). La comunicación pasa así a ser una herramienta de descalificación y autocomplacencia, antes que un instrumento de debate, intercambio de ideas y alcance de consensos, tan necesarios para la resolución de los conflictos que irremediablemente genera la vida en común.

Nos encontramos, pues, al margen de la evolución coyuntural de las grandes cifras macroeconómicas, en una situación de parálisis, en un bucle sin fin en el que parece que continuamente se están produciendo cambios, supuestos avances, pero donde todo permanece inalterable. Necesitamos, por tanto, una reforma profunda, quizás una regeneración, de la vida política y del sistema de relaciones del político con el ciudadano. Si dicha regeneración viene por la vía de las listas abiertas, la limitación de los mandatos, la eliminación de los cargos de libre designación o, fundamentalmente, por la implementación de mecanismos eficientes de rendición de cuentas ante la sociedad, es algo que debemos consensuar, impulsar y exigir entre todos, en un ejercicio de ciudadanía inaplazable. De lo contrario, lo que ahora es una costumbre se convertirá en un hábito casi irreversible, que irá debilitando poco a poco la convivencia.

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