josé Chamizo

Ella, mi reina

El drama del consumo de heroína entre la población en riesgo de exclusión

AQUÍ estoy sentado, con mi espalda pegada a esta pared sucia de ladrillos vistos esperando el futuro. No soy de este barrio, mejor dicho no vivo aquí, pero éste es el lugar en el que encuentro la vida con mayúsculas. De mí pocas cosas pueden interesar a nadie. No sé si llegué por gusto o me trajeron una serie de circunstancias, que en mi descargo he de decir que en ninguna de ellas tuve una culpa directa. Cuando todo se oscurece, la luz es algo más que una carencia. Uno decide y como un río la oscuridad te deposita donde menos te lo esperas.

Soy como muchos jóvenes de hoy en día: veintitantos años, sin oficio ni beneficio. Acabé el Bachillerato a trompicones por no oír a mi madre. Después hice el típico módulo de los que no quieren seguir estudiando. El mío fue de geriatría, pues por aquel entonces estaba de moda por la ley de dependencia. Al poco tiempo murió madre, pobrecita, la quería tanto. Recuerdo con dolor como mi querido padre se presentó en el funeral con su amante, todo muy moderno, muy americano. Con esa mujer comparte actualmente la vivienda familiar. Digo yo que podía haber esperado un poco de tiempo hasta que mi hermana y yo nos hubiéramos habituado a la ausencia de madre. Pero, por lo visto, la querida le exigió hacer su aparición en pleno duelo. Imagínese como será la tía, perdón la señora de mi papá, aunque él es mucho peor.

¿Qué hago yo aquí sentado con mi espalda apoyada en la pared? Nada. Dejar que el tiempo pase. ¿Adónde voy? No hay nada que hacer. Del último, vamos a llamarle "trabajo", me despidieron a los quince días. Juro que fui cumplidor como el que más, ya se sabe que cuando la gente nos ve con estas pintas piensa que no servimos para nada. Me echaron porque quisieron. Había que ahorrar con el rollo de la famosa crisis económica, que no es más que un invento de los ricos para ser más ricos todavía. Cargaron a mis compañeros con más horas que no les pagan y yo a la puta calle.

En la calle estoy. Duermo en la casa de mi hermana que se ha ido a compartir piso con su novio y otra pareja más. Son buena gente, me han dejado un rinconcito donde puedo descansar sin molestar a nadie. No tener techo es muy duro. Pude comprobarlo durante los quince días posteriores a la desaparición de madre. Me negué a estar bajo el mismo techo que esa mujer. Menos mal que mi hermanita, a la que quiero con toda mi alma, buscó esta solución. No he tenido muchos amores pero todavía sé querer a la gente que se porta bien conmigo. El resto del tiempo, es decir casi toda la jornada, estoy en este barrio. Aquí parece que el reloj se detuvo un día y así sigue, sobre todo si alguien se acerca, te ve con carita de pena y te convida a una cosa buena para una mala vida, es decir te invita a disfrutar de Ella.

Cuando entra en tu cuerpo no necesitas a nadie más. Ella es poderosa, cariñosa, suave como los besos de una madre. Te hace olvidar los problemas, el mundo está en orden, en armonía completa. La adoro. Es como una diosa, si me lo pidiera le entregaría la vida entera. Pero Ella de pronto se marcha sin decir adiós. Para que vuelva debes hacer mil sacrificios: rogar una ayuda, robar si fuera necesario, mentir, sufrir, arriesgarte a que te detengan y te lleven al talego. En ese lugar Ella se hace la interesante; aunque está y te exige más sacrificios para pasar un ratito contigo. Así es mi reina: caprichosa, engreída, mandona, lo que queráis, pero mi amor, o lo que sea, es capaz de hacer los sacrificios más terribles para no abandonarme. Amar a una chica, querer a madre, a mi hermanita, es muy fácil, con Ella las cosas siempre se complican. Le gusta, de vez en cuando, hacerse la dura. Se pone insoportable. Aún es peor cuando desaparece y no hay manera de encontrarla. Entonces, únicamente entonces, reconozco que me disparato; mi cuerpo es puro temblor que amortiguo con pastillas, alcohol, cannabis, coca y otras mariconadas con las que me inicié en este mundo. No sé para qué existen esas cosas, si no sirven para nada, son distracciones fatuas, ilusiones vanas que no te resuelven la vida.

Ella, perdonad si os canso, es la mejor. Por algo la han situado en estos barrios de supervivencia, donde el dolor circula por las calles como si fuera el BMW de ese vendedor que acaba de pasar con el peluco de oro y la música de El Barrio a toda voz. Estos son espacios donde las administraciones dicen que invierten dinero pero nadie sabe dónde está, o mejor, dónde lo echan. Aquí sigue igual casi todo, pocas mejoras he visto después de los años que llevo en este lugar sentado. A veces pienso que esto es como un campo de concentración sin barreras aparentes, adonde acaban aquellas personas alejadas por la sociedad ¡Qué gracioso me resulta oír hablar de integración!, como escuché el otro día a un menda que vino a hablar de los proyectos que su partido tenía para el barrio. Integrarse a qué, para qué, por qué, ¿eso qué es? Bueno, estoy desbarrando. Aunque hay basura, suciedad, abandono por todas partes, yo aquí me encuentro bien. Hablo con la gente, no solo con los colegas que como ya ha descubierto usted, el sentido de sus vidas está en esa criatura de color indeterminado a la que veneramos. La gente está harta de promesas, desengañada, sin esperanzas de que esto cambie.

Pero bueno, ¿a mí qué me importa? Alguien, Dios lo bendiga, me la acaba de traer -después de alguna cosilla que hemos hecho- saco mi chuta -¡vivan los clásicos!- y en pocos instantes Ella será una conmigo. Tenían razón aquellos petulantes que afirmaban rotundamente que las drogas no eran un problema. Ven, reina mía, llévame de tu mano al paraíso.

Nota del autor: Juan Antonio, que así se llamaba, murió hace dos meses a consecuencia, esta vez sí, de una sobredosis. En su parte de defunción aparece como causa del óbito parada cardiaca. La heroína ha vuelto con la misma capacidad de seducir y de matar de siempre. Descanse en paz.

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