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Francisco Correal

El rey de las onomatopeyas

PEPE Rubianes era un gallego de Villagarcía de Arosa que se hizo hombre de teatro en Cataluña. Pero a esas dos patrias, la natal y la adoptiva, paisano por activa y por pasiva de Castelao y de Espriu, hay que añadir su paréntesis sureño. Una escala que le fortaleció y nos enriqueció a quienes tuvimos la suerte de disfrutar de su gracia inimitable. Mucho antes de que los monólogos se convirtieran en un reclamo televisivo rayano en el hartazgo, un buen día un desconocido Pepe Rubianes apareció por Sevilla y asombró con unos monólogos que eran soberbios diálogos con la interpretación, con una vasta cultura, con una inacabable veta de registros y onomatopeyas.

Debió ser a mediados de los años ochenta y creo recordar que se tiró sin paracaídas del grupo Dagoll Dagom, que estaba de gira por toda España con La noche de San Juan, en la que tenía un papel estelar el gran Sisa que un buen día se desdobló en Ricardo Solfa. Historias de artistas freudianos que se fueron de donde nunca estuvieron. La puesta de largo de Pepe Rubianes, su presentación ante una sociedad absorta, fue en un local de la calle Betis en Triana llamado Zarabanda que abrió contra viento y marea otro loco, otro desaparecido que un día me mandó un cuadro a casa y nunca más volví a saber de él. Un insólito empresario teatral llamado Julián del Bot que había sido jovencísimo director del hotel Alfonso XIII y que tenía entre sus habilidades una asombrosa capacidad de imitar a Joan Manuel Serrat y la audiencia que con un cura de barrio consiguió de Juan Pablo II en el Vaticano.

A Rubianes y a Julián del Bot les perdí la pista casi al mismo tiempo. No he vuelto a ver nada parecido a lo que nos ofreció aquel actor tanto en la citada sala como en el local de ensayos del teatro El Globo que entonces dirigía José Luis Castro, que después llevaría el timón del teatro Lope de Vega cuando lo desalojaron Karpov y Kasparov y sus ejércitos de maestros rusos del ajedrez y del Maestranza en plena Expo 92. En su repertorio destacaban un diálogo entre dos gatos callejeros de La Habana, una recreación coral del Prendimiento de Jesucristo, Rubianes multiplicado en Judas, Pedro, Pilatos y hasta el Cirineo, costalero sin cuadrilla, y la parodia de una carrera de Fórmula 1, premonición de la tontuna sobre ruedas que a este país le iba a entrar cuando a Fernando Alonso se le quedaron pequeñas las calles de Vetusta.

Pero el número estelar era la sinfonía nocturna de las tapas del bar Victoria cuando lo regentaba Eleuterio y Pinto, camarero de leyenda, le servía un carajillo a Diego de Silva y Velázquez. Rubianes dejó el Sur y volvió a Cataluña. El rey de las onomatopeyas se marchó sin hacer ruido.

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