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LLEVO años denunciando la peligrosísima tendencia que tienen nuestras autoridades a prohibir. En nombre de una idílica convivencia, nos van arrancando trocitos de libertad, reglamentando minuciosamente nuestras conductas y sancionado cuanto estorbe a su artificial mundo de cartón piedra. No se trata de procurar lo conveniente, lo que sin duda está bien, sino, dando un paso inaceptable, de imponer su particular visión de lo óptimo y de cobrar a precio de oro, además, cualquier descarrío. Existen ya tantas normas prohibitivas en España -locales, autonómicas, estatales- que difícilmente el ciudadano puede estar seguro, en casa o en la calle, de no estar violando alguna. Es disparate, por otra parte, que no surge de una concreta ideología u opción política: todos, tirios y troyanos, en cuanto que alcanzan el poder se afanan en dictar nuevos mandamientos, como si se esperara de ellos la salvación del universo y no, llana y simplemente, que gestionen con sensatez los asuntos comunes.

El último síntoma de esa extendidísima locura que conozco se localiza en Guadalix de la Sierra, un pequeño municipio madrileño famoso por haber acogido el rodaje de ¡Bienvenido, Mister Marshall! y por ser el lugar de ubicación de la inefable casa de Gran Hermano. Su alcalde, el popular Ángel Luis García Yuste, con los votos de su grupo y con los del PSOE, acaba de aprobar una Ordenanza de Convivencia Ciudadana que francamente no tiene desperdicio. El texto, ahora en información pública, establece, con su correspondiente y suculento régimen sancionador, un inacabable y estrambótico catálogo de lo que no se puede hacer en el pueblo. De traca, oiga. Está vetado en la vía pública desde jugar, dibujar en el suelo, beberse una cerveza, cantar, bailar, tocar instrumentos musicales, dormir de día o de noche, regar las plantas, sacudir los manteles, gritar, pelearse, darse un masaje o echarse una partidita de cartas hasta -la circunstancia aprieta- realizar acampadas o celebrar asambleas. Siendo en su totalidad un despropósito, hay mandatos (como el que prohíbe "utilizar los bancos y asientos públicos para usos diferentes a los cuales están destinados") que merecen sitio destacado en el ranking de las normas descabelladas.

No falta, claro, el hoy tan habitual elogio de la delación: todas las personas que residan o se encuentren en Guadalix, convertidos en permanentes informadores de las actividades ajenas, tienen la obligación de colaborar en el cumplimiento de lo ordenado.

No es un caso excepcional, ni probablemente el más grave. De extravagancias semejantes está lleno el país. ¿Y saben qué es lo peor? Pues que nos las tragamos sin rechistar, que parece no dolernos el aire que nos roban. Ése que otros ganaron para nosotros y que mansa y estúpidamente estamos regalando a una legión de sátrapas necios, ignorantes consentidos de lo intangible de nuestra dignidad.

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