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Alejandro V. García

El estado del soborno

UN amigo me regala el siguiente digestivo para apaciguar el ardor causado por el corolario del Informe PISA: la lectura atenta y comprensiva no hace sino aumentar la sensación personal de ignorancia. Conforme más aprendemos, más percibimos el vacío del desconocimiento. La ignorancia es, en cierto modo, un estado de pureza adánica. Lo sintetizó Sócrates y lo fundamentó Nicolás de Cusa: la docta ignorancia. Todos los días, incluso todas las horas, descubrimos un agujero en nuestro acervo acerbo. Ayer, por nuestro periódico, me enteré de la existencia de la organización Transparencia Internacional, que publica el barómetro anual sobre el estado del cohecho en el mundo. El titular de partida no es menos extraordinario que la propia asociación: uno de cada diez ciudadanos del planeta pagó un soborno el año pasado. Nada dice en cambio de cuántos ciudadanos se repartieron el unto. El dato es importante pues el soborno es muchas veces un ejercicio de plenamente recíproco.

En España, según el barómetro y en relación con los datos de otros países europeos, la incidencia es escasa y nos emparenta en honradez -atención los resacosos del PISA- con ¡Finlandia!, la nación que encabeza el éxito escolar en el mundo: sólo un 3 por ciento de la población pagó aquí a cambio de un servicio público básico. El porcentaje que nos atribuye la encuesta es, desde luego, minúsculo en relación al número de veces que conjugamos en los periódicos el verbo sobornar. No echemos, sin embargo, las campanas al vuelo ni hagamos ostentación de la honestidad española ante el mundo. Se trata, en realidad, de un error de conceptos. El soborno a que se refiere la asociación no es el soborno suculento de los países del primer mundo sino a la oscura dieta que exigen los funcionarios en los países pobres.

En una sociedad tan opulenta como la nuestra la corrupción no es sólo el abuso del corruptor poderoso sobre la víctima desvalida sino una operación en igualdad de condiciones con ventajas recíprocas: un negocio. Es más, en muchos casos es casi siempre la víctima quien agasaja al funcionario para que éste le preste un favor determinado. Aunque siempre hay excepciones, como ha ocurrido con el reciente descubrimiento de una red amañadora de licencias de apertura en el Ayuntamiento de Madrid. Pero el cohecho urbanístico, el que ha empañado la páginas de información política de los periódicos y ha llenado la cárcel y atiborrado de procedimientos los juzgados, es un negocio de quinta generación, más equilibrado, incluso sensato, que la dádiva que exige el negrero al esclavo, el mafioso de la patera el inmigrante. ¡No seamos presuntuosos!

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