Usted, como yo, habrá reparado en que ya no hay minuto de nuestras vidas en el que los medios de comunicación no nos adviertan de un peligro inminente, de una amenaza -el catálogo es infinito- que pudiera arruinar nuestros equilibrios. Desde hace décadas, la realidad, tal y como nos la describen, se ha vuelto mucho más sombría e inquietante: los veranos calurosos han mutado en mortales olas de calor; el frío de siempre, en emboscada de hielos asesinos; cualquier enfermedad apunta a epidemia o, incluso, a devastadora pandemia; las sequías son más secas y las lluvias más torrenciales; no falta jamás una circunstancia frente a la que debamos tomar precauciones: robos, microbios, terrorismos, carreteras, alimentos, fuegos, desempleos, playas, pensiones, viajes… Vamos creciendo exponencialmente en miedos que además son acumulativos. Nos estamos convirtiendo en una civilización permanentemente asustada, en continua tensión ante un futuro que nos aseguran plagado de incertidumbres.

Algo tendrá que ver, sospecho, esa estúpida propensión nuestra a la seguridad absoluta, al paraíso perfecto de cielos eternamente azules. Pero, junto a la hipocondría colectiva hija del bienestar, no se me oculta la mano interesada de los poderes que nos gobiernan: alentar pánicos es una excelente forma de control. Interesa a éstos que la ciudadanía se sienta espantada y van azuzando y renovando sus temores porque la anhelan vulnerable. De este modo, alcanzan dos objetivos: de una parte, incapaces de tutelarnos en lo verdaderamente esencial, nos distraen de las inseguridades reales y nos hacen pensar en otras como si fueran más graves; de otra, con la excusa de las mil trampas que nos acechan, van robándonos impunemente trocitos de libertad. Un pueblo que tirita es un pueblo dócil, dispuesto a aceptar lo inaceptable: desde que se le desnude en los aeropuertos o se le maltrate en los hospitales hasta que se intervengan sus conversaciones o se entrometan sin pudor en el tuétano mismo de su privacidad.

En su novela El país del miedo, nos lo avisaba hace años el sevillano Isaac Rosa: una sociedad neurótica es también una sociedad desarmada. Y frente al virus del pavor que maliciosamente nos inoculan, no cabe sino oponer lo que somos: seres libres, capaces de asumir con inteligencia los vientos malos o buenos que lleguen, dueños celosos de una peripecia que, por azarosa, resulta tan apasionante como intangiblemente nuestra.

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