La tribuna

Manuel Ruiz Zamora

El tiempo de los fantasmas

POSIBLEMENTE todos los países alberguen sus propios fantasmas, pero dudo mucho de que sean tan pesados e insistentes como los nuestros. Los fantasmas españoles tienen un carácter incansable, indómito, conspicuo; siembran sus semillas deletéreas en el alma de los vivos y, como a bestias enajenadas, les obligan a trillar, una vez y otra vez, los mismos campos, los mismos acontecimientos, los mismos motivos, con una monotonía tan obsesiva que linda a menudo en lo patológico. Obsérvese, sin embargo, que esos acontecimientos corresponden al tiempo de los propios fantasmas, un tiempo que, por haber ya dejado de serlo, debiera no ser para los vivos sino un tiempo fantasmal, un tiempo muerto.

Nuestros fantasmas más recientes y, tal vez por ello, más recurrentes y testarudos son los de la Guerra Civil, aquel fracaso colectivo en el que una generación, huérfana de valores y tradiciones democráticos, se inmoló trágicamente a otro tipo de fantasmas: los ideológicos. Entrenados secularmente a luchar por la cruz, no nos costó demasiado trabajo ponernos detrás del yugo y las flechas o de la hoz y el martillo. El resultado fue, parafraseando a una víctima de aquella contienda, Cernuda, el de los erizos cuando se rozan entre ellos. Parecía, sin embargo, que la Transición, con aquel ardiente deseo de libertad y aquella fervorosa apetencia de futuro, había logrado aventar para siempre los desgraciados espíritus de nuestro triste pasado. Nunca pareció este país tan libre y tan vivo como en aquellos años en los que los fantasmas nos dieron, por fin, una tregua y un respiro.

Pararadójicamente, la normalidad democrática ha ido enfriando aquellos anhelos y esperanzas y, alentados por un Gobierno al que el adjetivo fantasmal le encaja como un guante, volvemos como siempre a bailar con los difuntos, en una danza macabra que no es sino la reedición laica de nuestra inveterada predilección por las reliquias, cuya última y más siniestra ejemplificación fue la convivencia de alcoba entre aquel Caudillo, por lo demás tan espectral, y el brazo convenientemente incorrupto de Santa Teresa.

Desde Ortega, Heidegger y todas las filosofías de la existencia sabemos, no obstante, que lo que caracteriza al tiempo de los hombres es su inexorable proyectarse hacia el futuro. Ortega afirmaba que "nuestra vida es ante todo toparse con el futuro. No es el presente o el pasado lo primero que vivimos, no: la vida es una actividad que se ejecuta hacia adelante, y el presente o el pasado se descubren después, en relación con el futuro". Por eso, resulta una perversión tan abominable ese tiempo fantasmal que nos arrastra hacia la tumba de los abuelos, porque no sólo esconde una burda veladura ideológica para ocultar las incapacidades efectivas de enfrentarse a las realidades del presente, sino, lo que es aún peor, revela una imperdonable carencia de imaginación para proponernos, colectiva y creativamente, un ideal de futuro.

Un amigo inglés, escritor afincado desde hace muchos años entre nosotros, me comenta que hay ya una muchedumbre de corresponsales extranjeros preparada para ocupar las mejores posiciones de salida en ese circo mediático en el que inevitablemente va a convertirse la exhumación de los huesos del pobre Federico. "¡Que no quiero verlo!", podría haber dicho el poeta, al que tanto horror y repugnancia le producía todo lo relacionado con la muerte. La dignidad, la elegancia y la generosidad con que su familia está sobrellevando la situación contrasta con la indigna instrumentalización ideológica que por determinados medios se está haciendo del dolor y el resentimiento, de otras que tienen, por lo demás, legítimo derecho a recuperar los restos de sus allegados. No obstante, lo que podría haber sido una inestimable oportunidad para desarrollar una pedagogía de la reconciliación, se está convirtiendo, como era, por otra parte, de esperar, en un motivo de reafirmación sectaria y unilateralidad victimista.

Fue Nietzsche el primero que advirtió, en un siglo tan historicista y necrofílico como el XIX, de las imprescindibles virtudes terapéuticas del olvido frente a una memoria dispépsica que, atiborrada de sucesos del pasado, apenas si dispone de fuerzas para emprender el más mínimo movimiento. El lema de esa mentalidad, a la que él llamó "historia anticuaria", sería, más o menos: "Dejad que los muertos entierren a los vivos". Toda exhumación implica, en efecto, ciertas inhumaciones imprevisibles. Esperemos que en este caso, los desenterramientos de las víctimas puedan servir para enterrar definitivamente a esos fantasmas que se empeñan en no dejarnos vivir el único tiempo para el que, queramos o no queramos, hemos nacido.

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