La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

En la tierra de la Amargura

Conforme los años pasan y pesan, cuando escribo de Ella lo hago de mí y cuando escribo de mí lo hago de Ella

De Regina a la Resolana, o de San Juan de la Palma a San Gil, para el común de los mortales media la calle Feria entera, de una punta a otra. Para mí media menos que el suspiro que se escapa cuando la vida aprieta y algo -más bien Alguien- impide que ahogue. Para quien vive estas cosas, del Domingo de Ramos a la Madrugada media esa vida entera, nuestra y de los nuestros, los que fueron, los que son y los que serán, que cabe en una Semana Santa. Para mí media lo poco que va de la Encarnación a San Juan de la Palma por Alcázares y Santa Ángela de la Cruz, territorios míos que también lo son de la Amargura y la Esperanza por derecho de residencia o de paso; y por sentimiento siempre.

Si hay un trozo de ciudad que podía llamar mío era éste. Lo hirió de muerte un alcalde franquista en 1973 y lo remató otro socialista en 2010. Hoy es un espantajo caro, feo, vulgar y agreste. Eso que se llama un no lugar. Cuando paso por allí recuerdo lo que escribió Romero Murube en 1965: "Pasear hoy por nuestra ciudad es quedar cesantes de muchas cosas que antes gozábamos... Cesantes de la belleza. Un poco muertos ya... Ser hoy sevillano es morir cruelmente y poco a poco, en cada calle, en cada esquina de la ciudad". Un siglo antes había escrito Blanco White: "Bajando estoy el valle de la vida y todavía se fijan mis pensamientos en aquellas calles estrechas, sombrías y silenciosas, donde los pasos retumbaban en los limpios portales de las casas, donde todo respiraba contentamiento y bienandanza, modesto bienestar ensanchado por la alegría".

Los comprendo bien. La cofradía de mi vida dejó la Catedral y se encamina a su recogida. Solo Dios sabe la hora de entrada pero está claro que pasó la infancia de la salida, la juventud luminosa por las calles del barrio y la adultez de la carrera oficial. Estoy en ese tramo del recorrido, madurez en tránsito a vejez, que va de los 65 años hasta -digámoslo en macareno- la eternidad. De aquel mundo mío solo quedan la Esperanza, una mañana al año, y la Amargura. Como si San Juan de la Palma fuera una de esas iglesias que se mantienen en pie en medio de las ruinas de una ciudad destruida por un bombardeo. Sé que estoy escribiendo más de mí que de la Amargura. Pido disculpas por ello. Pero es que conforme los años pasan y pesan, cuando escribo de Ella lo hago de mí y cuando escribo de mí lo hago de Ella. No lo puedo evitar. Soy de San Juan la Palma.

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