El poliedro

José Ignacio Rufino / Economia&empleo@grupojoly.com

Poco transparentes, luego corruptos

La inquietante mediocridad de los gestores opacos suele traer oculta una promesa de corrupción

EL principal defecto de un alto ejecutivo es la falta de transparencia en su labor profesional. Hablamos de un directivo, no de un propietario del 100%, cuyo estilo y formas de relacionarse serán los que le vengan en gana porque el cortijo es suyo en exclusiva. También hablamos de un administrador público. La falta de transparencia es una característica -un defecto- que tiene efectos contaminantes sobre la tarea ejecutiva, creando un halo de inquietante mediocridad alrededor de su persona. Este modelo demasiado habitual es un tipo que se percibe a sí mismo como incapaz, por falta de formación o por falta de autoestima, aunque sublime dicha carencia y se presente como un campeón. El poco transparente tiende a la trampa. Establece contactos profesionales de perfil igualmente bajo y trapalón. El que hace del vicio de la opacidad una estrategia laboral genera malestar, desconfianza y desmotivación entre los otros directivos y el personal, entre quienes crea la convicción de que no es persona de fiar. Suele crear a su alrededor estructuras de poder mediocres, a cuyos miembros tendrá el ejecutivo secuestrados con pequeñas prebendas o inconfesables secretos recíprocos. La falta de transparencia es condición sine qua non para la corrupción, el auténtico mal de nuestra degradada sociedad española y andaluza. Un transparente puede ser corrupto, pero un opaco lo será seguramente. Pudiendo optar entre hacer las cosas ética o no éticamente, optará por hacerlo mal.

Precisamente, el confiable y experimentado Montoro exigió a las comunidades autónomas el miércoles que fueran transparentes en sus cuentas. Logró un gran éxito al poner de acuerdo al poliedro competencial hispánico en la limitación de sus déficits presupuestarios, y puso en marcha el ejercicio del poder de tutela y control del Gobierno central. Trasladó a España las obligaciones y mecanismos de coordinación que nos han impuesto como Estado desde Europa. Advirtió que los malos gestores pueden ir a la trena. Dentro de que es lo que hay, cabe exclamar bravo por el ministro económico más moderado (Aguayo, nuestra consejera socialista, aplaudió a Montoro, con quien parece entenderse mucho mejor que con su correligionaria Elena Salgado). El ministro de Hacienda y Administraciones Públicas (muy pertinente ministerio, como se ve) pedía transparencia como exigencia cero. Pedía acabar no sólo con la laxitud y la negligencia. Exigía erradicar la corrupción a propios y extraños. A los de los trajes y a los de los ERE. Una ola que parece llegar a los que, en el ámbito local, inflan minutas o rompen multas a cambio de mordidas. Nos sobran sobremanera los vigilantes apoderados que se vuelven chorizos.

"La corrupción de un político, de un funcionario o un gestor público es más grave que la de un empresario o directivo privado". Podemos suscribir tal afirmación como principio, pero, en el fondo, la corrupción privada sustrae finalmente rentas a lo público: a Hacienda, al municipio, a la Junta, al hospital. A usted y a mí. Conviene aquí recordar una frase de Margaret Thatcher: "El dinero no es público; el dinero es del contribuyente". Hay quien atribuye la mayor presencia de la corrupción en los medios y los juzgados a una estrategia de tinta de calamar por parte de los políticos. No creo que sea ésa la razón principal del necesario debate social sobre el mangazo que no cesa, que vino con las vacas gordas para instalarse en nuestra conciencia más permisiva; y en la de nuestros hijos, que es peor. La falta de actividad económica y el clamor de quienes ven comprometido su futuro devuelven a la corrupción a la superficie desde el fango de la indiferencia. Por eso Montoro gusta incluso a muchos que no lo votaron. Para frenar la corrupción, lo primero es exigir transparencia.

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