LA programación de ópera del Teatro Maestranza para el presente abono llegó a su fin con el gran éxito de crítica y público de las dos pequeñas obras de Zemlinsky. Conviene reflexionar sobre lo sucedido estos meses. Tanto los expertos como los espectadores han disfrutado mucho más con el repertorio que desconocían que con el más divulgado. Es el triunfo de lo inédito y la derrota del miedo escénico a otros compositores.

La mayor parte del dinero se destinó a revivir de nuevo en el Maestranza tres óperas tan hermosas como Don Giovanni, de Mozart; El holandés errante, de Wagner, y Werther, de Massenet. Tuvieron sobresaliente encarnación en los años noventa a cargo de la Ópera de Viena, la Ópera de Dresde y Alfredo Kraus, por este orden. Pero esta vez fue decepcionante el resultado de la cara producción propia del mito mozartiano, que dejó frío al público; un tenor sin voz idónea lastró el romanticismo wagneriano que servía para estrenar la nueva maquinaria escénica, y las andanzas del héroe de Goethe dejan indiferentes si no las canta un fuera de serie como Kraus. Sin embargo, los cuatro títulos que nadie había oído ni siquiera nombrar, hicieron las delicias de la audiencia, cautivada por su belleza y por la actuación de sus intérpretes. Dos por desgracia sólo en versión concierto (Motezuma, de Vivaldi, y La muerte de Tasso, del sevillano Manuel García), y dos bien escenificadas (Una tragedia florentina y El enano, ambas de Zemlinsky).

Todo ello indica que las miles de personas que confían en el Maestranza a la hora de pasar por taquilla son, en su conjunto, un público maduro al que le apetece vivir nuevas experiencias, no rehuye sentarse ante músicas y argumentos que ignora, y, si le convencen, los aplaude más que los espectáculos sobre melodías que sí le suenan pero cuya ejecución no cumple sus expectativas. Es el mejor terreno abonado al que podíamos aspirar en Sevilla para avanzar y apostar por lo bueno que no paga impuesto de caro.