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Paisaje urbano

Eduardo / osborne

El último juglar

SE daba un aire a Brassens, más poeta que cantante, pero a mí se me parecía, con su rostro enjuto, la barba blanca y esa pinta de loco despistado, a un viejo hidalgo sin hacienda, elegante quijote sin adarga con libros de poesía. Era un genuino sobreviviente del mercado, un outsider de la música, elegante, culto y vividor. Niño bien del barrio de Salamanca devenido en oveja descarriada del Pilar sin asomo de arrepentimiento. Catedrático sin título, sabio sin escuela, iconoclasta y burgués, un digno representante de ese Madrid canalla que en los últimos setenta despertaba a la democracia.

Javier Krahe es posiblemente el autor que menos se traicionó a sí mismo, el que más ha guardado la esencia de la canción protesta, en el fondo y en la forma, siempre alejado del brillo que da la fama y la popularidad. Empezó con Joaquín Sabina en la mítica Mandrágora provocando al personal con historias como aquella de Marieta, pero mientras su amigo voló pronto buscando el firmamento de las estrellas y las grandes discográficas, él se mantuvo fijo en el sitio, impertérrito, como si no corriera el tiempo, una voz impertinente con fondo de guitarra, flauta y contrabajo.

Mordaz e irreverente, educado y provocador, combinaba la ironía y la sátira en unas composiciones medidas, trabajadas, y la métrica perfecta de sus versos delataba su calidad y la afición a la poesía, de lo que siempre presumió. No creo que haya mucha gente capacitada para componer una canción (Antípodas, por ejemplo) sólo con esdrújulas. Los que somos de Sabina lo empezamos a hacer nuestro con su Cuervo Ingenuo, aquel alegato contra la entrada de España en la OTAN que luego nos enteramos fue vetado por la televisión de Felipe González cuando retransmitieron el concierto en directo. Pequeñas historias de nuestra democracia.

Ha escrito Julio Llamazares que fue más juglar que cantautor, y yo estoy de acuerdo. Un juglar con plaza fija en Madrid, el tono bajo, la clientela justa y el de la barra siempre presto para ponerle su whisky entre canción y canción. Por aquí caía vez en cuando y nunca defraudaba en aquellos conciertos de Malandar a medio camino entre la música y el teatro, e incluso departía con los fieles tomando una copa después del concierto. Creíamos que era eterno, pero el domingo pasado murió junto al mar de Cádiz de la misma forma discreta que vivió siempre. No es mal epílogo para un genio.

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