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La tribuna

Gerardo Ruiz-Rico

El velo de los contratos

SEGURAMENTE no ha acabado aún la nómina de ocurrencias, promesas y obsequios de una precampaña electoral que, de seguir así, va a acabar con la escasa credulidad que quedaba en los ciudadanos por la clase política.

En la última semana se han lanzado propuestas que han generado una controversia considerable no sólo en el ámbito ideológico, sino también en el jurídico. El principal partido de la oposición ha planteado, en primer lugar, la introducción de un "contrato de integración" que, en el caso de ganar las elecciones, será exigible a los inmigrantes para obtener un permiso de residencia en nuestro país; al mismo tiempo, ha decidido abanderar la prohibición en el futuro del uso del velo en las escuelas.

Para examinar si estas cuestiones pueden ser compatibles con algunos de los principios y valores fundamentales de nuestra Carta Magna sería imprescindible, como premisa previa a cualquier debate, que sus proponentes concreten la finalidad real y los métodos con que quieren llevar a cabo esas propuestas. Porque hasta el momento poco o casi nada se ha dicho más allá de anunciar lo que resulta obvio. En efecto, declarar que los extranjeros deben respetar las leyes españolas y pagar impuestos es algo tan elemental como inútil, en la medida en que nadie -español o no- puede escapar a esas obligaciones.

Son deberes generales que todos deben cumplir con idéntica intensidad. Cosa distinta es que esa especie de "contrato" entre el Estado y los inmigrantes sea sólo el pretexto para establecer de nuevo diferencias de trato que restrinjan en aquéllos la posibilidad de ejercer los derechos que tienen reconocidos los ciudadanos españoles. En este sentido, el Tribunal Constitucional se ha encargado ya en varias ocasiones de enmendar al legislador cuando lo ha intentado.

En la propuesta del Partido Popular se menciona también la posibilidad de exigir el respeto a las "costumbres" de los españoles. Aquí es inevitable experimentar una cierta sensación de confusión intelectual, ya que es absurdo e ilógico intentar la conversión en normas jurídicas vinculantes de determinados usos y tradiciones mayoritarios en nuestra sociedad. El problema estriba no sólo en decidir cuáles deberían ser las costumbres obligatorias para los extranjeros, sino en el hecho de que una práctica social, por muy mayoritaria que sea, no puede imponerse, mucho menos jurídicamente, a las minorías que no comulgan con ella; y esto al margen de su nacionalidad.

Vivimos en una sociedad que tiene en el pluralismo -con todos los adjetivos posibles (social, religioso, cultural, político)- un valor constitucional superior del ordenamiento. Admitir la obligatoriedad jurídica de una costumbre social implica una pérdida de libertad inadmisible en una Democracia; con mayúsculas sí, y no de manera devaluada con que algunos la entienden. Resulta impensable legislar hoy sobre conductas sociales imperativas para todos. Se parecería mucho al régimen anterior un Estado que tratase a los ciudadanos como súbditos a los que se impone un código moral concreto, que exige militar en una determinada ética dictada por el poder y sus ideólogos eclesiásticos y culturales.

No acierto entonces a imaginar el establecimiento en la ley de un "catálogo" de costumbres propias, aplicables por cierto sólo a los inmigrantes pobres que vengan a nuestro país. Evidentemente, a los ricos empresarios del petróleo, afincados en Marbella con sus magníficos harenes, no creo que se les vaya a imponer costumbres tan monogámicas como las nuestras. Esta otra dimensión tan poco solidaria e injusta en sí misma respira en la idea de un contrato de integración aplicado de forma discriminatoria, en función del estatus social y económico del extranjero.

Tengo que mostrar mi desacuerdo con una propuesta que en potencia puede vulnerar la dignidad y la intimidad personal, y en definitiva la esencia de la libertad humana. Los extranjeros tienen la mayor parte de los derechos fundamentales consagrados en nuestra norma constitucional; y, por lo mismo, las mismas obligaciones que se esperan de cualquier ciudadano, en especial la del respeto por los derechos de los demás. Este sería el único y principal límite válido que se puede imponer legítimamente, dentro del cual no sólo caben las prohibiciones de actos contrarios a la integridad física y moral de las mujeres, como la ablación o los malos tratos, sino también la necesidad de que se puedan ejercer las libertades que todos disfrutamos sin trabas religiosas, morales o culturales de ningún tipo.

El velo de las niñas musulmanas en la escuela no es el peligro; a fin de cuentas, debemos estar acostumbrados a verlo en las viejas fotos de familia que todos tenemos. Lo importante es quitárselo a unas falsas apariencias y prejuicios de los que ninguno estamos exentos.

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