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La tribuna

Emilio Gónzalez Ferrin

El velo de los desvelos

Aestas alturas, la tradición es pura anécdota. La tradición es eso que pasa de generación en generación, y las chicas de Gaza se la saltan cuando se encajan el velo con recato, mientras te enseñan la foto de su madre con minifalda en Benidorm. Eran los setenta, desde luego; ser palestino era ser rojo -no islamista-, y los malos no llevaban barba, sino las gafas que se quedó Lenny Kravitz. Viajaban de Nicaragua a Moscú, con escala en Rumanía. Si un avión se desviaba, todos los caminos conducían a Beirut.

No existía el navegador, y esos malos improvisaban rutas aireando campanas de pantalones, por aeropuertos en los que no cacheaban más que si llevabas el Pravda debajo del brazo. Tiempos aquellos de agregados navales en países sin playa, de playas sin ley de costas, de costas en las que se bañaban en biquini las madres de quienes hoy llevan velo. Por lo tanto, ya puede dejar de hablarse de tradición.

A estas mismas alturas, menos aún que la tradición importa el origen de las cosas. El velo fue un derecho coránico: dicen que se escogía a las mujeres paseándolas desnudas. Ese mujer, ponte un velo era un derecho adquirido. No eran meros animales. Tenían derecho al recato. De viejos derechos a pretendidas obligaciones. Con todo, el origen del velo es indoeuropeo: persa, indio. El purdah de las hindúes, la purda que pasó a Oriente Medio. El mismo velo que recomienda San Pablo para entrar en el templo. El mismo que llevan las judías ultra-ortodoxas del barrio de Mea-Shearim, en Jerusalén. El mismo de nuestras monjas, en probable revival pos-guitarrero, ahora que adoptan los curas ese aspecto clergyman de los pastores protestantes -mucho más elegante que las sotanas de los cincuenta o los pantalones marrones y calcetines color vino de los ochenta: ahora se parecen a Bing Crosby.

Siempre el mismo velo para el mismo sexo, el segundo -Simone de Beauvoir-. Hay otros: para Fatima Mernissi, el velo de Occidente es la talla 38. La misma imposición pública, la misma obligación personal. Velos impuestos por lo social, nunca por lo religioso. En El Cairo de hoy día, un velo es como pasear en un tanque; nadie se acerca, nadie roza, nadie osa. Allí se ha puesto de moda el velo kuwaití -por una serie de televisión-, y va llegando desde el Golfo la triste abaya, la túnica negra que todo lo cubre y nada deja escapar.

En Europa es distinto: el velo es barricada, insurrección, contra-marcha. Como el islam occidental es cada vez más estético -antes era místico, sufí, intelectual-, el velo es la reacción personal -causa, objetivo, militancia- de la joven que se apea de la llamada modernidad consumista occidental. Los habrá impuestos por el marido o novio, qué duda cabe -machismo telúrico de no me la miren-, pero el velo europeo es, sobre todo, eso: el nuevo adoquín que se arranca del suelo del Barrio Latino. Y también se piensa que debajo está la playa, como en aquel 68. Pero sin bañistas. En la ideología de revolución pendiente, de islamización de lo subversivo, el velo es una consigna.

Los franceses le dan demasiada importancia. Puro jacobinismo, que acaba multiplicando la expansión de lo prohibido. Los ingleses son más pragmáticos: se puede llevar velo en el colegio, pero si es del color del uniforme. Nos llevan siglos de multiculturalidad. Pero no de mestizaje: el barbas y la velada de Leeds están encantados con ser británicos. Pero nunca se casan con los judíos del barrio de al lado -tampoco lo hacían en Al Ándalus-, o los hindúes de más allá. Cada uno es cada uno, y todos conducen autobuses o dirigen partidos políticos. Proyecto común, participación, y poca normativa. Tenemos una buena pecera ejemplarizante aquí al lado, en Gibraltar. Cada uno de su padre y de su madre, pero todos en inglés entre sí, y con una idea muy clara de cuanto no quieren ser...

Aquí somos más normativistas; a la francesa, pero a escala municipal. Ya lo decía Unamuno: como no hay pensadores, aquí los juristas escriben filosofía y les salen códigos de pensamiento -imposibles, claro está-. La rotonda como bandera, la taladradora municipal como himno nacional, y muchas leyes, contraleyes, y normativas. En lugar de enfoques culturales, corporativos, seudotolerantes, se debía aplicar el sentido común -a la británica-: señora, se le tiene que ver la cara. Ni casco, ni trapo, ni careta. Las gorras, boinas y pañuelos, cada cual a su gusto. Como Esquilache con las capas -y con la esperanza de desfondar motines-.

El resto, mucha educación y tolerancia: cadena perpetua a los que ocupan dos plazas de aparcamiento, e indiferencia frente a las modas y modos elegidos libremente por cada una o uno.

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