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El poliedro

José Ignacio Rufino / Economia&empleo@grupojoly.com

El que venga detrás, que arree

Sin que haya entrado en vigor la reforma de 2011, el Gobierno quiere eliminar las prejubilaciones a empleados públicos

LA política económica se articula en estos tiempos en cascada, es decir, por el conducto reglamentario: la Unión Europea prescribe recetas a los países miembros con problemas; en una segunda fase, el Gobierno español aprieta las tuercas a las comunidades autónomas y a los ayuntamientos, vía rescates y racionamiento de la poca liquidez de las arcas públicas, más otras medidas como el llamado "pago a proveedores"; a su vez, las comunidades autónomas tienen la opción de recortar echando gente a la calle a mansalva -como ha hecho Valencia- o recortar como disimulando, como silbando: ésta es la técnica adoptada por la Junta de Andalucía vía presupuestos, que viene a ser un método indoloro y, ya puestos a evitar asumir el papelón directamente, indolente. Un "yo recorto los presupuestos de consejerías, empresas y entes públicos, fundaciones y organismos varios, y toca a ellos y, por supuesto, a mis consignas sin micrófonos, echar a la gente a la calle. A varios miles, probablemente decenas de miles. Que parezca un accidente. La asepsia del presupuesto me limita el coste político… O eso espero".

El Gobierno central, por su parte, también va de tapadillo en sus medidas. Hasta cierto punto, es comprensible que, como diría un chaval de hoy, se tangue: es duro para el pueblo estar todo el día recibiendo noticias-bofetón, una detrás de otra. Hay asuntos cruciales para nuestra recuperación económica que se han ejecutado balbuceando, con mal ritmo: la reforma del sistema financiero, culminada con un banco malo -malo sobre todo para el resto de vendedores y propietarios de viviendas: llegó el mimado a colarse- que fue mil veces negado pero se sabía inevitable, es el ejemplo más claro del coste de la mala política para los ciudadanos. Esta semana hemos tenido otro ejemplo de política del silbo, y con el asunto más importante de nuestra sostenibilidad pública: las pensiones. Unas pensiones para muchas personas con pocos cotizantes, unos cotizantes diezmados brutalmente por el paro (la primera preocupación de los ciudadanos, que sólo preocupa secundariamente al Gobierno a tenor de su política laboral -¿dará algún fruto algún día?-, y que no parece ser en absoluto una prioridad para una Unión Europea tan germánica).

Los adalidades de las reformas que desmontan el entramado público a mandobles urgidos por la declarada necesidad no suelen hablar mucho de las pensiones, o de las prejubilaciones. Como suele suceder, ese vicio de memoria selectiva tiene que ver con que en muchos casos dichas pensiones son jugosas y hasta sorprendentemente generosas. Egoísta que es uno, si pudiera jubilarme ahora con todos los derechos y alguno más, lo haría. Pero, tras más de media vida cotizando sin parar, mucho me temo que en el juego me he quedado sin silla. Mala suerte, muchacho, no ha quedado rancho para ti, se siente, que te mantengan tus hijos y Cáritas. Puede que ese resquemor me lleve a ser un absoluto incapaz de entender el concepto de prejubilación. ¿Por qué se prejubila alguien en edad de merecer? ¿Por qué tiene que costear el Estado prejubilaciones de empresas que se quitan a veteranos estupendos por una estrategia corporativa, o para que el cirujano organizativo prepare su propio retiro? ¿Por qué no se van al paro… o siguen trabajando? Perdonen la candidez, pero es para mí un gran misterio. A pesar de eso, como decimos, esta semana también hemos tenido nuestra ración de reforma de las pensiones: el Gobierno ha propuesto elevar la edad de jubilación anticipada, sin que todavía haya entrado en vigor la reforma de 2011, que a partir del próximo enero iría elevando secuencialmente la edad del retiro remunerado. Ah, eso sí: los empleados públicos en concreto, tan malos para el país, no tendrán ningún derecho a prejubilarse. Asombroso.

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