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El tránsito

Eduardo Jordá

Que venga la noche

LA mujer estaba en el mercado, frente a un puesto de pollos, esperando turno. Tendría unos treinta años, no más, y a su lado tenía un niño, seguramente su hijo, de unos seis años. Era un día laborable, así que supuse que el niño había estado enfermo y aquel día se había quedado con su madre. Un niño enfermo en un día laborable es una de las mayores complicaciones que le pueden ocurrir a una madre, sobre todo si trabaja. Supuse que aquella mujer había pedido un permiso especial en el trabajo o había hecho malabarismos con los horarios hasta conseguir que alguien la sustituyera (el padre del niño, me temo, rehuía todas estas complicaciones domésticas).

El niño, aburrido por la espera en el mercado, corría de un lado a otro y se escondía entre las piernas de los compradores. Hubo un momento en que se perdió de vista, así que la mujer tuvo que salir a buscarlo. Volvió con el niño en la mano, sin decir nada y el ceño cruzado por una arruga que tal vez era de cansancio o de hartazgo o de aburrimiento (o de las tres cosas a la vez). Vi que era una mujer bastante guapa, aunque estaba claro que su belleza tenía los días contados (y ella lo sabía). Muy cerca de la frente tenía ya un mechón de pelo canoso. En cuanto lo vi, me acordé de unos versos de Jane Kenyon, una poeta norteamericana que por alguna razón me recordaba a aquella madre, ya que una gran parte de su poemas se inspiraban en experiencias domésticas: "Soy el pelo más largo, ya canoso/ antes que los demás".

Puede que aquel mechón canoso tuviera un origen genético, pero me dio la impresión de que aquel mechón se debía a la vida que llevaba aquella madre. No era difícil de imaginar: un trabajo que no le gustaba, un niño travieso y activo, una búsqueda incesante de asistentas que pudieran ocuparse de la casa y de su hijo, una pareja que procuraba escurrir el bulto a la hora de llenar la nevera o de llevar el niño al médico, un piso sin pagar que no estaba donde a ella le hubiera gustado que estuvieseý En fin, no creo que aquella mujer fuera muy distinta de otras muchas madres. Cuando le llegó el turno, su hijo se apartó un poco y se fue a hablar con el panadero del puesto de al lado. La mujer compró pechugas de pollo y luego preguntó el precio de unos huevos con bechamel. Al oírlo, sacudió la cabeza con un bufido de incredulidad. Estaba claro que no podía permitirse aquel gasto, así que pagó las pechugas, fue a recoger al niño (que seguía con el panadero) y se fue.

Antes de que se perdiera por el mercado, miré por última vez a aquella mujer del mechón de pelo gris. De nuevo recordé un poema de Jane Kenyon: "Que venga la noche, y no temas./ Dios no nos deja sin consuelo./ Que venga la noche cuando quiera". Y con el eco de estos versos, que eran casi una oración, le deseé buena suerte.

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