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EN TRÁNSITO

Eduardo Jordá

La victoria de los peores

AL poco de empezar la Guerra Civil, en Madrid, un carpintero anarquista denunció a Juan Ramón Jiménez. El poeta se asustó -con motivo-, sobre todo porque ya había tenido un encuentro angustioso en la calle con un grupo de milicianos que iban buscando a un hombre con un diente de oro (por suerte, Juan Ramón no lo tenía). Así que el poeta pidió un pasaporte al Gobierno legítimo de la República y salió de España. Nunca más volvió. Y muchos años después contó aquel hecho en Espacio, donde aparece el papelito doblado del carpintero cojo. Juan Ramón era un liberal que siempre se sintió próximo a la República, pero tuvo que salir por piernas del Madrid controlado por los milicianos revolucionarios (a los que ahora, con cierta precipitación, llamamos demócratas). Quizá deberíamos preguntarnos por qué fue así.

La verdad es que la Guerra Civil sólo fue posible porque el odio había calado en la sociedad española. Juan Ramón era un señorito que vivía en el barrio de Salamanca y que tenía coche (aunque el coche lo conducía su mujer, la gran Zenobia Camprubí), y por tanto se merecía morir a ojos de los que no tenían coche ni eran señoritos, como aquel carpintero anarquista. Y lo mismo pasaba con los señoritos que vivían en el otro lado (en Sevilla o en Cádiz o en Córdoba, por ejemplo): para ellos, cualquier carpintero o cualquier jornalero que no tuviera una actitud sumisa ni aceptara su situación -las humillaciones, el hambre, la boina entre las manos cada vez que hablaba con el amo- era un enemigo al que se debía eliminar. Daba igual si aquel hombre era un tipo honrado que sabía hacer su trabajo. Era un enemigo y había que quitárselo de en medio.

El odio es el sentimiento más destructivo que existe. Te envenena, te impide disfrutar de la vida y ni siquiera te deja en paz cuando duermes, porque sigues teniendo pesadillas en las que se te aparece la persona que odias. Y España estaba llena de odio durante los años 30 (y también ahora, si hemos de juzgar por las cosas que se escriben sobre la Guerra Civil). Hasta me atrevo a decir que el odio era un sentimiento "vanguardista", igual que los coches de carreras, las metáforas surrealistas y los uniformes de combate (y lo mismo daba que estos uniformes llevaran el yugo y las flechas o la hoz y el martillo).

Durante muchos años creí que la República había sido un oasis de paz y felicidad que fue destruido por un pelotón de legionarios borrachos. Ahora sé que no fue así. Ahora sé que el odio fue infiltrándose en la sociedad y guió la conducta de los políticos, tanto de la derecha como de la izquierda. En 1934 quizá hubiera sido posible un acuerdo. En 1936 ya era imposible. Y como es natural, ganaron los peores que tuvieron más fuerzas y menos escrúpulos.

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