TRÁFICO Cuatro jóvenes hospitalizados en Sevilla tras un accidente de tráfico

Hice mi primer viaje más allá de los Pirineos en 1968. En aquel entonces los universitarios hacíamos a mitad de carrera un viaje llamado del Ecuador, quizás como eco de la ceremonia iniciática que los marinos hacen cuando cruzan la línea ecuatorial en medio del océano. Y para nosotros, veinteañeros de aquella España que se desperezaba poco a poco, era desde luego un viaje iniciático. En tren desde Sevilla primero a París y después a Londres. Muchas horas de vagón y de ferry a través del Canal de la Mancha, en las que daba tiempo de ir dándonos cuenta del privilegio que disfrutábamos. Notre Dame y las librerías y discotecas del barrio latino. Chelsea y las discotecas del Soho. Y entre horas, mucha arquitectura de aquel momento.

Después, al terminar la mili, hice un segundo viaje, siempre en tren. Con una maleta y un blog de dibujo y caja nueva de lápices, atravesé Francia e Italia de un tirón hasta Venecia. Varias semanas de viaje en Italia me hicieron comprender muchas de las cuestiones que llevaba años estudiando. En esta ocasión, al viajar solo, hablé mucho con los compañeros de departamento en los trenes. Aquellos vagones que nos agrupaban durante horas de ocho en ocho y en los que compartíamos miradas, palabras y comida, eran la perfecta preparación para la ceremonia de llegada a las bellas ciudades que conocí. Yo iba al encuentro del arte de Europa y descubrí la Europa de las gentes. Y también descubrí las fronteras. Bajar y subir de los trenes para pasar por unas sombrías dependencias, donde mostrar el pasaporte y el equipaje, que marcaban con un garabato en tiza. Funcionarios uniformados que abrían las puertas de los departamentos para pedir la documentación. Eso también era Europa para los españoles. Y yo era de los privilegiados que viajaba para aprender. Lo necesitaba y durante años pude seguir. Atenas, Copenhague, Viena, Estambul, Berlín, a ambos lados del muro, Estocolmo, Amsterdam, Bruselas, Lisboa, Múnich, Berna y Lucerna.Para mi estaba claro entonces y ahora: esa vieja Europa era y es mi mundo. Gracias a los programas Erasmus y Leonardo convivo con muchos jóvenes europeos de diversos países que vienen a seguir algunos de mis cursos o que están de prácticas en mi oficina y en el taller de mi hija. Algunos están de paso pero otros se convierten para siempre en parte de nosotros. A veces se hacen en casa comidas en las que aportan platos típicos de su tierra. Y hablamos de muchas cosas alrededor de esa mesa compartida. Entiendo que haya reticencias a las instituciones de la administración europea y a su burocracia. Al proyecto político y económico. Que no gusten a nadie las desigualdades que han surgido y las mezquindades con los refugiados de un sur menos afortunado que el nuestro. No me gustan muchas cosas de las que pasan en Europa. Tampoco algunas de las que pasan en España y en Andalucía. Pero las tres las considero mi casa, mi sitio y de ninguna de ellas ni quiero ni puedo desvincularme.

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