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EL caso de corrupción urbanística que se investiga estos días en Estepona, como otros que han sobresaltado a la ciudadanía, en Andalucía y fuera de Andalucía, ha puesto en evidencia una vez más la ausencia de una política de firmeza real, no mediatizada por el partidismo o el oportunismo, de los partidos políticos democráticos frente a los escándalos. Ningún partido está inmunizado contra la tentación de sus militantes de aprovechar los cargos públicos para enriquecerse. Todos deberían estarlo, sin embargo, para reaccionar con celeridad y energía ante los casos que los salpiquen. La realidad es que suelen aplicar la doble vara de medir según los imputados en tráficos de influencias, malversaciones o cohechos pertenezcan a las filas propias o a las ajenas. Tampoco están particularmente alerta. Es evidente que los coqueteos con el gilismo y sus herederos, así como con tránsfugas de la peor especie, han sido consentidos por las direcciones de los partidos en Málaga, terminando por contaminar a muchos de sus afiliados. También lo es que, como ha sucedido en Estepona, las sospechas de que algunos alcaldes y ediles están metidos en operaciones urbanísticas y financieras oscuras suelen ser despachadas por los dirigentes con el mutismo y la pasividad, reflejo de un mezquino patriotismo de partido que les hace cerrar los ojos con tal de conservar o ganar una alcaldía más. Nada de esto ocurriría si hubiera auténtica voluntad política de frenar a los corruptos y expulsarlos de la política cotidiana. Si la hubiera, se habría puesto en marcha lo previsto en la Ley del Suelo vigente en el sentido de que alcaldes y concejales tuvieran que hacer públicas sus declaraciones de bienes y no se habrían desactivado en buena parte los mecanismos de control interno de los ayuntamientos encomendados a los interventores. Hay leyes suficientes para combatir la corrupción -aunque tal vez convendría obligar a los condenados por este tipo de delitos a restituir lo saqueado como requisito para acceder a los beneficios penitenciarios normales- y lo que falta, lo que sigue faltando, es una actitud de tolerancia cero con los corruptos. Tolerancia cero de verdad, siempre, para los propios y los ajenos, sin dudas ni retrasos.

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