A vueltas con lo público

Son muchos los que, como decía Unamuno, pasean su cuerpo en un lujoso coche, mientras su mente viaja en carro

El amor por lo público no es una cosa que caracterice a los españoles. Tanto es así que ni siquiera la diferenciación entre lo público y lo privado tiene una delimitación clara. Nuestro pasado agrícola está tan cercano y nuestra mentalidad sigue siendo tan rural, aunque vivamos y trabajemos en la ciudad, que seguimos manteniendo ese apego a las cosas materiales, sobre todo a los bienes inmuebles, así como esa desafección por lo comunitario. Son muchos los que, como decía Unamuno, pasean su cuerpo en un lujoso coche, mientras su mente viaja en carro tirado por bueyes.

Si a este hecho unimos la mentalidad latina, individualista y anárquica, obtendremos como resultado una sociedad que se mueve a impulsos y que progresa por pura inercia. No nos ajustamos a una programación, es más las previsiones y promesas electorales se hacen para no cumplirlas, sabedores de que nadie las exigirá, y los temas que afectan a todos se tratan en bodeguillas y saraos. En el más puro estilo de Gundisalvo, las cosas van en una dirección porque interesan a unos pocos, no porque benefician a todos. La colectividad no cuenta, sino la parte de ella que nos afecta.

El poco amor por lo público se pone de manifiesto en los espacios a compartir. En la carretera se comprueba la mala educación de muchos conductores y en el uso de la vía pública el escaso respeto por lo común. La polémica surgida a raíz de la invasión de veladores por las calles y plazas peatonalizadas son un buen ejemplo de ello. Unos y otros miran por su interés, no por el colectivo. El Ayuntamiento anterior permitió la proliferación de veladores de forma desquiciada, pensando únicamente en el afán recaudatorio. Semejante despropósito dio lugar a que los empresarios listillos sacaran los pies del plato, sin que nadie les llamara al orden. Ahora, cuando se intenta controlar un tema que se ha ido de las manos, se creen con un derecho adquirido al que no quieren renunciar. Lo mismo ocurre con los servicios públicos al aeropuerto o la utilización de la calle como escaparate llenando las aceras de carteles y productos de venta. El espacio público para mí, dirán, que lo común no es de nadie ni tiene dueño. Un pensamiento de lo más rural propio del señor Cayo, el personaje de la novela de Delibes. Tal vez necesitemos dos generaciones más de vida urbana para que se marque en nuestros genes el amor por lo público.

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