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La arquitectura delatora

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La arquitectura delatora

Cuando era presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre pidió públicamente la pena de muerte para los arquitectos alegando que los errores de éstos perduran en el tiempo. La ocurrencia no era suya, sino del cineasta Erich Rohmer. En ambos casos yo aceptaría gustoso la pena capital, tanto si me obligaran a tragarme la filmografía del francés como si estuviera bajo la férula de esta señora, a la que, por su bravura troglodita, muchos de los suyos querían en aquel momento que fuera la matriarca del dolmen. Habría que preguntarse si el destrozo moral que su partido -y ella misma- ha infligido a nuestro sistema democrático perdurará más o menos en el tiempo como la obra de los arquitectos, pero lo cierto es que, valoraciones políticas aparte, la opinión de la señora Aguirre aludía a ese permanente desencuentro cultural entre el mundo de la arquitectura y la sociedad.

Hubo un tiempo, ya lejano, en que el trabajo del arquitecto congeniaba de una manera natural con los hábitos estéticos de la sociedad cuando estos eran los de las clases dominantes. La ruptura se produjo cuando el cliente pasó de ser de una clase restringida a miembro de la sociedad de masas, y a los arquitectos, urbanistas y reformadores sociales les tocó elaborar, con ímpetu persuasivo y bienintencionado, la ética y la estética que correspondía a esta nueva clientela. Fue a partir de entonces, paradójicamente, cuando la arquitectura desapareció del bagaje formativo de cualquier persona con un nivel medio de instrucción, especialmente en un país como el nuestro, en el que de siempre las autoridades se han llevado la mano al bicarbonato o al lansoprazol cuando oyen hablar de cultura para amortiguar el efecto del reflujo esofágico. En las escuelas se enseñaba Literatura, algo de pintura y escultura, casi nada de música y absolutamente nada de arquitectura, y eso que esta última es el medio que nos envuelve, el líquido amniótico en el que se moldea nuestra condición ciudadana y la que, en último término, acaba influyendo indirectamente en nuestros comportamientos colectivos. Realmente poco podremos esperar ya de un país que ha cometido el delito de amputar la filosofía de su enseñanza secundaria así que, en consecuencia, tampoco podemos pedirle a la masa, hipostasiada en el vocablo "gente" como sagrado fundamento de toda legitimidad democrática, que tenga un criterio mínimamente actual ante las formas arquitectónicas que integran el acervo cultural de nuestro tiempo. Y este es el momento en que aparece el argumento favorito de la ignorancia, con el ímpetu jactancioso que le insufla la necesidad de superarla: "¡sobre gustos no hay nada escrito!" grita la gente... y se acabó la discusión.

Mi inolvidable amigo Santiago Amón solía devolver el golpe diciendo que sobre los gustos, precisamente, está todo escrito, y suelen certificar de una manera inapelable la diferencia entre lo civilizado y lo bárbaro. En nuestro caso, como dice el arquitecto Javier Boned, la arquitectura "desnuda" a la gente como un implacable polígrafo detector de sensibilidades, tanto individuales como colectivas. Hace algunos años nos llamó la atención el extemporáneo palacete… ¡de estilo renacentista! Que en el 2002 construyó la Casa Real como morada del entonces príncipe Felipe. Claro que nadie esperaba un artefacto deconstructivo hecho de titanio a la manera del Guggenheim, pero tampoco la petrificación de una caspa que el monarca, todo hay que decirlo, se esfuerza con ahínco en conjurar con su actuación pública cotidiana. Sólo una mala asesoría explicaba esa decisión cuando, casi al mismo tiempo, la Xunta de Galicia encargaba el edificio del complejo presidencial al extraordinario arquitecto carballinés Manuel Gallego, Premio Nacional de Arquitectura, respondiendo al reto con una obra moderna, culta, elegante, maravillosamente integrada en el lugar… y aceptada por la población.

Irene Montero y Pablo Iglesias han liado un buen quilombo a cuenta de su chalet en Galapagar, corolario de su "hermoso proyecto familiar", que es como la política llama hoy a tener niños y niñas. Ya está todo dicho sobre su derecho a ser dueños de sus decisiones, pero también sobre su deber de aguantar la consecuencia de sus soflamas. Lo que no está dicho es que a la rusticidad "neovernácula" de su arquitectura, con zócalos y pilares de mampostería, viguetas de madera vista con canecillos, rocalla en la piscina y campanuda barbacoa, sólo le faltan unos enanitos policromados en el jardín para sembrar la sospecha de que detrás del progresismo de nuevo cuño ya puede estar presente la reformulación del concepto de izquierda que reclamaba Norberto Bobbio, incluso una estimulante hermenéutica del marxismo en el contexto de la sociedad globalizada… pero en su traducción estética, y a las primeras de cambio, parece haber primado la estridente y un punto nostálgica pretenciosidad de lo hortera.

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