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Sobre la economía colaborativa

Sobre la economía colaborativa Sobre la economía colaborativa

Sobre la economía colaborativa / rosell

Una de las cuestiones más divertidas de estos tiempos es la obsesión adánica que ha infectado a la sociedad occidental. Parece que la humanidad nació en el año 2000. Antes, la nada. El ser humano salió de las cavernas y se encaminó hacia un escritorio en el que le esperaba un ordenador conectado a una realidad desconocida que descubrió a través de el wifi. Casi a diario, aparece alguna novedad tecnológica que -y aquí el eslogan es común- cambiará el mundo que conocemos. Poco después, nadie recuerda aquello que haría distintas nuestras vidas de modo tan radical, porque ya han surgido otras tres o cuatro aplicaciones aún más nuevas, rompedoras y disruptivas.

Una cosa es que cambien los soportes de intercambio y que la tecnología haya hecho posible que lo que no hace tanto tiempo sólo estaba al alcance de unos pocos pueda ser disfrutado por todos y otra muy diferente que estemos creando de la nada todo lo que ya existía.

La idea más supuestamente revolucionaria es la llamada economía colaborativa. Leía hace unos días que la crisis económica había dado lugar a una nueva forma de comprar y vender bienes y servicios orientada a su intercambio. Se ve que en la compraventa no se intercambian bienes por dinero; en la permuta, bienes o servicios entre sí y, en el préstamo, tiempo por dinero. Todo un descubrimiento. Para sus defensores, la importancia de la economía colaborativa reside en que no es necesario el dinero físico. No estaría de más recordarles que el Código de Hammurabi se redactó en el siglo XVIII a.C., antes de la aparición de la moneda, y en él se regulan contratos, cosechas, precios y salarios. Existían banqueros que aceptaban depósitos y realizaban pagos y transferencias mediante mecanismos de compensación bancaria e incluso realizaban préstamos a interés de los que conocemos hasta sus condiciones mercantiles. Fue la sofisticación de su sistema bancario lo que hizo innecesaria la moneda. Algo que la economía financiera descubrió hace siglos. No parece muy novedoso el asunto.

Si avanzamos en el análisis nos encontramos con otra gran novedad: el intermediario. Las plataformas son intermediarios que ponen en contacto a oferentes y demandantes. Es decir, que los viejos anuncios por palabras de los periódicos, que nacieron como hojas de avisos, eran unos adelantados de la revolución digital, ya que podías buscar empleo, habitación para pasar la noche, vivienda, transporte o bienes de segunda mano siendo la contraparte empresas o particulares. Pues seguimos con las novedades, ¿no les parece?

Para los defensores de la economía colaborativa, la mayor cadena hotelera del mundo es Airbnb y no hay compañía de transportes que supere en número de viajeros a Blablacar. Pero olvidan que una y otra están formadas por una miríada de partícipes diferentes y no siempre constantes, sin una política de precios común, ni una estrategia de mercado. Pretender, por tanto, que en un futuro todos obtendremos ingresos por actividades complementarias a nuestro trabajo habitual suena más a pluriempleo que a nueva economía. Siempre se han alquilado habitaciones para mejorar el presupuesto familiar. Por eso, la sentencia del TJUE que dice que Uber es un servicio de transporte, sólo pone el dedo en la llaga de una realidad tan evidente que la propia plataforma ya había reconocido al operar sus vehículos con licencias VTC. A su vez, los perjudicados se centran en cuestiones fácilmente superables como las implicaciones fiscales de la actividad y el aseguramiento de los estándares de calidad que se exigen al resto de competidores de la economía tradicional.

Autores como el canadiense Tom Slee entienden que la propia expresión es una contradicción en sí misma. Como escribe en Lo tuyo es mío, colaborar es una interacción social de carácter no comercial entre personas, en tanto que las transacciones comerciales son intercambios mercantiles en los que el lucro es fundamental. Por tanto, se confunden interesadamente ambas cuestiones. Ocultar lo que somos parece el signo de los tiempos. Las grandes plataformas son empresas que pretenden ganar dinero poniendo en contacto a oferentes y demandantes. ¿Qué es un banco sino una entidad que canaliza el ahorro de unos hacia la inversión de otros, asegurando la transacción y eliminando la dependencia entre ambas partes?

La única y gran diferencia que marcan las nuevas tecnologías está en que el tablón de anuncios del colegio en el que pegabas un cartel buscando el cromo que te faltaba para completar la colección, pasa a ser potencialmente mundial. Y es bienvenida, pues crea una serie de posibilidades que antes eran, si no imposibles, sí muy complejas. Pero nada más. O mejor, algo más. Aquel tablón era gratuito y las plataformas digitales buscan obtener lucro de su intermediación. Y esa es la piedra de toque de todo este asunto: la tecnología ha dado lugar a una nueva forma de hacer negocios. Olvidémonos de descubrir el fuego cada tarde de domingo.

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