Ansia viva

Óscar Lezameta

olezameta@huelvainformacion.es

Resfría que algo queda

El sabor de las medicinas me hace desear que sea el Tribunal de la Haya quien juzgue a sus responsables

Mi aita siempre que de crío ponía mala cara cuando me tomaba algún medicamento, siempre me recordaba algo parecido a Lombripur. Propio de un país en el que el hambre y las condiciones higiénicas no eran lo saludables que deberían, era un medicamento que se les daba a los chavales para que no desarrollaran esos molestos bichejos. A saber cómo debía saber semejante brebaje, que cuando mi abuela se aprestaba, cuchara en mano, a repartirlo entre sus hijos, se producía una desbandada general, aunque a Gregoria no se la daban con queso y ya tenía la retaguardia suficientemente cubierta para que ninguno se escapara al remedio. Mi padre recordaba la broma entre risas, pero al final muy serio reconocía que jamas había comido cosa tan asquerosa. Les cuento otra sanitaria de mi abuela. Como la situación obligaba a vigilar cada perra y no había de más para visitar al médico, no digamos al dentista, una tarde mi padre se la encontró subida a una silla con un cordón de una de sus botas en una muela y el otro extremo en un clavo que colgaba de una viga del techo. Le dijo a mi padre que le quitara la banqueta y éste, previsor de la furia que se iba a organizar, que nones. Insistió tanto y ante el temor de una represalia todavía mayor, le pegó una patada al taburete y salió pitando entre los gritos de Gregoria. No volvió hasta varias horas después a casa, pero por lo que contaban ambos, parece que la cosa estaba más calmada y consiguió escapar sin un rasguño.

Viene esto a cuento a que esta semana el resfriado me acechaba con los primeros fríos del invierno, porque el otoño ha durado un cuarto de hora. La verdad es que no ha sido para tanto, pero la sensación de querer morirme no me ha acompañado en un par de días. Me fui a la farmacia recordando la frase del médico de Zarátamo que cada vez que mi aita iba a verle con síntomas parecidos, me recetaba unas pastillas y le decía: "si te las tomas, la gripe te dura una semana y si no te las tomas, siete días". No se las tomaba. El boticario se debió apiadar de mi cara de no haber pegado ojo en toda la noche, tener una nariz que haría las delicias de las fiestas de cualquier pueblo de Navarra y unos ojos que parecía que había estado viendo todas las horas que el Ferreras se pasa en el estudio. Me dijo que el jarabe contra la tos sabía a limón. Le creí. Craso error. Después de la primera degustación debieron pitarle los oídos tres o cuatro días. Me dieron ganas de volver a la farmacia y preguntarle: "usted qué limones se ha comido en su vida, chulo?"

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