DERBI Betis y Sevilla ya velan armas para el derbi

tribuna de opinión

El Manhattan de la Campiña

  • El autor reflexiona sobre el valor del patrimonio histórico-artístico que atesora Écija, sus paisajes y el ambiente de las calles de un municipio que vincula al italiano de San Gimignano

Patrimonio histórico-artístico.

Patrimonio histórico-artístico.

Llámela como desee; Astigi, la ciudad de las Torres, la sartén de Andalucía, perla del último barroco dieciochesco... A medio camino entre Sevilla y Córdoba, Écija tiene un denominador común con una de las ciudades mas bellas de Italia, San Gimignano, también a medio camino entre Roma y Florencia. Ese nexo de unión son sus torres, que configuran un paisaje único e irrepetible en la Toscana y en la campiña sevillana. Paseo por Écija y me pregunto cómo sería Sevilla durante los siglos XVII y XVIII. ¿Cuántos palacios nos quedan, bajo esos cielos que perdimos, como los que podemos seguir disfrutando en Écija? Pocos, con los dedos de una mano, por eso los cascos históricos de los pueblos de la Campiña sevillana se nos ofrecen como el único reducto que se libró (al menos por el momento) de las políticas pseudomodernas del desarrollismo tardofranquista y de la ignorancia posmoderna de los regidores de la democracia.

Écija es única, o por lo menos a mí me lo parece, y así lo comento una y otra vez con Modesto Cabezas, ese teniente coronel del Ejército de Tierra cuya fisonomía evoca a la de un noble de la corte de Urbino pintado por Tiziano. Écija es un motivo más para encontrarse con Andalucía, con aquella que descubrimos de forma general en nuestra niñez de la mano de nuestros padres y que ahora intento redescubrir motivado por ese deseo de interpretar y aprehender nuestro pasado, aquello que nos ha sido revelado.

Mañana de grises en la campiña, de cantos de cuarcita por pavimento, brillantes por el reciente aguacero primaveral. De Salón con soportales, de olor a yemas y a encina quemada, entremezclada con fragmentos de fustes graníticos de época imperial. Torres, enhiestas surtidoras de sombras en la estación del estío, trazadoras de horarios en días largos y tediosos que fueron el resultado del efecto reurbanizador que tuvo el terremoto de Lisboa. Mañana de balcones corridos, de trampantojos al fresco quemados por siglos de rayos del sol y manos inexpertas. Paredes encaladas, paramentos de ladrillos avitolados, cruces en mármol de Montellano repartidas por todos los espacios públicos y que para nada molestan a esa nueva cohorte de estetas laicos.

El Palacio de Benamejí a estas alturas del calendario está libre del acoso de los turistas. Está recién restaurado, allí una breve exposición nos adentra en el pasado milenario de la localidad. El patio de caballos es de una perfección exquisita y su caballeriza bien podría aprovecharse como salón de conferencias.

Siempre recordaré en Santa Cruz a don Antonio Pérez Daza, párroco de los de toda la vida e hijo predilecto de la ciudad, que nos enseñó hace unos años el museo de la iglesia, un pequeño e interesante espacio expositivo cuidado hasta en los mas pequeños detalles. Mientras, en Santiago, un joven presbítero de los de nueva hornada, con aparente formación artística, nos invita a contemplar el retablo de Pedro de Campaña a la vez que oramos ante el último crucificado de Pedro Roldán.

El aire de Écija está lleno de caprichos. El sonido de sus campanas serpentea por su laberíntico trazado barroco, mientras se aleja hacia los campos circundantes avisando, como en un cuadro de Millet, la hora del Ángelus.

Se palpa el pasado andalucista de la localidad por la dedicatoria a Carlos Cano y la desidia y monotonía a la que los tiene sometido el actual gobierno municipal (la Junta de Andalucía interviene poco o nada y con subsidios, la actual limosna que daba el terrateniente de antaño, mantiene la boca tapada a muchos) mientras que el clamor popular, que no el del partido, se ha dado cuenta de que el triunfo está en los pueblos, se resigna a aceptar aquello de "más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer". La vuelvo a mirar, esta vez desde la perspectiva que me da la distancia y a su apolínea y ondulada figura, inmersa en el amplio valle, se contraponen sus esbeltas torres que, como altos cipreses de piedra y ladrillo, nos evocan paisajes toscanos. Trato de retenerla, hablo de ella como si hubiese estado allí toda la vida.

¿Por qué nos empeñamos en pasear por Europa si todavía no conocemos lo más inmediato? Quizás porque está ahí, a medio camino entre Córdoba y Sevilla. Inicio el retorno a casa recordando el hermoso día que he pasado divagando entre sus calles e intento buscarle un nuevo nombre que le sirva como atractivo, como reclamo turístico de calidad en esa tan necesitada promoción que le hace falta a toda la comarca. Vuelvo a recordar a San Gimignano, sus torres, su paisaje y pienso: ¿Por qué no llamar a Écija el Manhattan de la campiña?

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