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Un antídoto llegado de China

  • Rubén Castro anotó de penalti el tanto del triunfo cuando la grada del Benito Villamarín suspiraba por un medicamento contra la taquicardia

Joaquín recriimina al portero del Leganés, Iván Cuéllar, haber querido descentar a Rubén Castro antes de lanzar el penalti.

Joaquín recriimina al portero del Leganés, Iván Cuéllar, haber querido descentar a Rubén Castro antes de lanzar el penalti.

El beticismo vive esta temporada en un permanente estado de taquicardia. Menos mal que existe Rubén Castro, esa especie de medicamento universal para el Betis de los tiempos más recientes. El canario se reencontraba anoche con la afición del Benito Villamarín después de varios meses de exilio chino. Y lo hacía con 15 minutos por delante hasta la finalización del encuentro, tras haber entrado por Sergio León.

Al goleador verdiblanco, con siete goles anotados en 12 partidos en China, le caía la responsabilidad de lanzar un penalti decisivo, señalado en el tramo final. De regreso a Heliópolis, la realidad enfrentaba al punta de nuevo con la trascendencia. El destino había querido que la victoria dependiera nuevamente del futbolista de Las Palmas. Pero antes debió enfrentarse al veneno.

La jugada fue de lo más curiosa. Con el balón situado ya a los 11 metros, el portero del Leganés, Iván Cuéllar, se lanzó a realizar la estratagema de la noche. Ni corto ni perezoso, el guardameta visitante trató de agitar la sístole y la diástole de su antagonista bético para, en la medida de lo posible, provocarle una arritmia al lanzador. Pero Rubén Castro, y eso lo saben bien en las gradas del Villamarín, es en sí mismo una ración de valeriana servido en un tazón sopero. La secuencia fue la conocida: silbido al aire, interior de la pierna derecha y gol: 3-2.

El estadio entero explotó de júbilo, aunque lo que realmente sucedió, pues así sonó en toda la avenida de La Palmera, fue un gigante suspiro de alivio elevado a la enésima potencia. El tercer tanto verdiblanco había actuado, en efecto, como un milagroso trasplante de corazón en la sala de Urgencias del Virgen del Rocío. Se había repetido una célebre secuencia del Betis más reciente: Rubén Castro y gol.

El 3-2 sirvió como el mejor principio activo de la farmacopea heliopolitana. Este Betis, el Betis de Quique Setién, es una fabulosa máquina de desestabilización cardiaca. El toqueteo con tendencia a la horizontalidad, las cesiones hacia Adán y las combinaciones riesgosas son las señas de identidad de los equipos del técnico cántabro, un maestro ajedrecístico que pretende trasladar al césped lo que ha aprendido de los tableros. La colocación de las piezas, naturalmente, resulta fundamental. Y el profesor Setién luce como un consumado estratega pese a la salud de la fiel infantería verdiblanca, que mantiene con el entrenador una particular relación de amor y odio que habrá de estudiarse en los futuros tratados de psicología.

Pero volvamos al punto de penalti. Era el minuto 83 y Rubén Castro estaba perfilado para disparar el penalti que podía dar los tres puntos a su equipo. Cuéllar, el meta del Leganés, lo sabía. Y tanto que lo sabía. Lo que desconocía el portero es la naturaleza del punta bético, más parecido a un hombre de hojalata que a un ser de carne y hueso. Cuéllar intentó provocar la arritmia de su enemigo y, para ello, utilizó un abrazo que no llegó por poco al boca a boca. Luego le confesó algo al oído. En eso consistía el veneno, pero Rubén es en sí mismo el antídoto.

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