Los días imaginados

Solitario dolor de los días que perdimos

  • Nos abruma de nostalgia cuando recorre el barrio de los poetas. Pero esta Soledad no oculta una derrota. Hay esperanzas dentro de cada una de sus lágrimas

La Soledad de San Lorenzo, que cierra la Semana Santa.

La Soledad de San Lorenzo, que cierra la Semana Santa. / diario de sevilla

Esta solitaria Virgen que pasa ahora, delante de una cruz en la que se mece un sudario, la que avanza presurosa, se diría que desgarrada, es la cumbre del dolor de una Madre. Atraviesa con sigilo extasiado las calles de San Lorenzo, como si temiera enajenarse con un rumor que la perturbara, como si fuera indiferente a las saetas, como si sólo viviera dentro de sus pensamientos.

Esta Virgen es la que nos provoca nostalgia en la noche del Sábado Santo. Es la que abre un camino difícil, el que conduce de su soledad a la esperanza, de los silencios de muerte a las campanas de júbilo, de la oscuridad al alba. Es la soledad sonora que no necesita palabras. Es la misma Soledad que le prestó su rostro a un retablo de azulejos en el cementerio, donde todos los días es Sábado Santo, donde la cruz está más alzada, apuntando siempre al cielo. Es allí donde sus lágrimas parecen más espesas.

Va de la oscuridad al alba. Esta es la Soledad sonora que no necesita palabras

Esta Virgen atribulada vive en San Lorenzo, que es el barrio de los poetas. Allí nació Gustavo Adolfo Bécquer, que se bautizó en la pila de San Lorenzo. Y no fue su cofrade, pero ha sido el inspirador de todos los poetas sevillanos con espíritu santo que vinieron detrás de él. En San Lorenzo escribió sus versos barrocos Rafael Laffón. En San Lorenzo apuró Rafael Montesinos las nostalgias de su infancia en la calle Santa Clara y cimentó su admiración becqueriana. En San Lorenzo siguió Joaquín Romero Murube a la Soledad, en aquellas noches antiguas de los viernes santos que perdimos, con el amor de Sevilla en sus labios.

Barrio de los poetas, por donde pasaba el amor, bajo la cruz de una soledad.

Este Gustavo Adolfo Bécquer que leemos ahora nació en la actual calle Conde de Barajas, en 1836. Cuando fue bautizado en San Lorenzo, aquella Virgen era todavía la Soledad de San Miguel. Cuando Bécquer murió en Madrid, en 1870, Ella ya había llegado a San Lorenzo.

Puede que la poesía de Bécquer fuera premonitoria, como si la estuviera viendo: "Los suspiros son aire y van al aire./ Las lágrimas son agua y van al mar./ Dime, mujer, cuando el amor se olvida,/ ¿sabes tú a dónde va?".

Son esos versos de la rima XXXVIII los que están presentes en los ojos de la Soledad. Pero, como escribió el poeta de San Lorenzo: "Yo voy por un camino, ella por otro". Tantas veces nos ocurre en la vida. Caminos que nos separan, caminos que alejan. En ocasiones, no la encontramos, no la seguimos en su recorrido presuroso, de suspiros y lágrimas que se evaporan. La soledad es el estado radical del hombre, que nace solo y se muere solo.

Bécquer no pudo verla ninguna noche de Sábado Santo, cuando la Soledad vuelve a San Lorenzo entre un diluvio de saetas que cruzan la plaza. Pero Bécquer parece que la estaba viendo cuando nos dejó escrito: "Saeta que voladora/ cruza, arrojada al azar,/ sin adivinarse dónde/ temblando se clavará;/ hoja que el árbol seca/ arrebata el vendaval,/ sin que nadie acierte el surco/ donde a caer volverá".

La soledad abruma, porque es el reflejo de nuestro abandono, porque desnuda nuestra conciencia, porque establece una separación entre el ser y la nada.

Sin embargo, en el paso de la Soledad, la alegoría barroca de la muerte está ausente. Está la cruz, pero no vemos a la Canina, ni al pecado. Está el dolor, pero jamás la derrota. Está, por el contrario, el camino, la verdad y la vida. Hay esperanzas dentro de cada una de sus lágrimas.

La Soledad no es el desengaño de una pérdida. Es el tránsito de lo que se nos va. Es el mundo que se acaba en un suspiro. Es el pañuelo que puede limpiar las secuelas de la muerte. Siempre habrá una campana que estará dispuesta a sonar. Siempre nos dice en San Lorenzo que una puerta se cierra, pero nunca estamos solos. Nos acompaña su Soledad.

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