Viernes santo

Llueve sobre mojado

  • Las malas previsiones meteorológicas para la tarde hacían presagiar desde bien temprano que el día quedaría huérfano de cofradías. Las suspensiones no se hicieron esperar y se comunicaron a la hora de salir.

EL abono más utilizado estos días no es el que tantas familias atesoran en la carrera oficial como un preciado patrimonio. No es ni de palco ni de silla. Ni de Campana ni de Plaza Nueva. Ni siquiera de esos sofisticados balcones donde se engulle y se bebe sin el más mínimo respeto por lo que pasa por debajo, si es que por allí el tiempo permite que pase algo, claro. El abono que los sevillanos más han rentabilizado en esta fiesta es el pesimismo, la cruel sensación de destino fatal que se palpa, como en ninguna otra jornada, el Viernes Santo, en el que ya hay dos hermandades -La Carretería y el Cachorro- que llevan tres años consecutivos sin saber lo que es poner una cofradía en la calle.

A este día señero de la Semana Santa -el predilecto para cierto público que huye de la masificación una vez pasada la Madrugada- le ha salido ya un claro competidor en cuanto a dejar en blanco y sin apenas uso el programa de mano: el Martes Santo, que suma bastantes puntos para ser una jornada también gafada.

El día comenzó, como todos los años, con la resaca de la Madrugada, que en esta ocasión se había cerrado con los refugios de la Esperanza de Triana y los Gitanos y con la apresurada pero apoteósica vuelta de la Macarena a su basílica. Cuerpos cansados como corresponde a una jornada en la que se asumía de nuevo el amargo cáliz de que la tarde se quedaría huérfana de cofradías. El chaparrón que caía sobre la ciudad a las doce del mediodía -cuando ya estaba toda la urbe sosegada y en calma- aniquilaba cualquier esperanza. Las previsiones meteorológicas (que sientan cátedra en estos tiempos) auguraban que conforme avanzara la jornada el riesgo de lluvia sería mayor.

El soniquete del agua a esas horas ponía el hilo musical a una espera en la que se presentía que todo acabaría como al final terminó. De ahí que muchos sevillanos decidieran quedarse en casa escuchando por radio o tele el cuentagotas de suspensiones. Primero el Cachorro, luego la Carretería, después La O y así hasta que antes de las 20:30 Montserrat, la última corporación que debía ponerse en la calle, decidió que tampoco este año realizaría la estación de penitencia. Ninguna pidió prórroga.

Uno de los motivos que llevó a las hermandades del día, sobre todo a las últimas en salir, a tomar esta decisión fue el alto índice de probabilidad de lluvia que los partes vaticinaban a partir de las 20:00, hasta un 70% de riesgo. Este porcentaje se tradujo en pequeños chaparrones débiles que apenas duraron unos minutos, suficiente, quizá, para revivir escenas -algunas de obligado olvido- contempladas días atrás.

Decíamos que el Viernes Santo goza de un público distinto al de jornadas anteriores. Parte de este público, aunque minoritario, estuvo presente en las calles, no tanto esperando a que saliera alguna cofradía ya que se daba por descontado, como para disfrutar de ese ambiente especial que tiene la jornada y que la hace diferente al resto de días. Un ambiente aún más acentuado con el cielo gris y las rachas de viento que tiñeron de noviembre las postrimerías de marzo. Como si los cuadros de Valdés Leal que siempre parecen tomar vida llegado el mes de los difuntos resurgieran  ayer para recordarle a la ciudad cuán efímera es la fantasía barroca de esta celebración.

Sensación agravada con calles solitarias por donde a esas horas debía haber cofradías. Molviedro convertido en páramo, tan distinto a esos Viernes Santos en los que regala lecciones de sevillanía una cofradía de nombre catalán. Compás de convento extrañando 18 ciriales en la noche en la que se empieza a entonar el adiós. Arrabal sin su día más clásico. Desazón por no saber a dónde acudir en unos instantes que parecen pensados ex profeso para ver nazarenos,  pasos y hasta un muñidor.

El desierto gris del Viernes Santo también lo viven los bares, donde faltó el bullicio de clientes. Soledad de barras que conllevó a algunos propietarios a cerrar los establecimientos a sabiendas de que las horas que permanecieran abiertas no resultarían rentables. Duelo de cajas registradoras, como las corbatas negras que poblaban camisas blancas. El único síntoma de alegría se lo llevaban las tiendas chinas de Canalejas, en las que no faltó cierto público femenino ávido de llenar los huecos horarios viendo (más que comprando) artículos de gran utilidad y otros de uso por descubrir.

Ante la falta de pasos en la calle, no quedaba otra alternativa que la de verlos en los templos. Largas colas las que se originaron , como la de la Basílica del Cachorro, que rodeaba el edificio aledaño, o la de la parroquia de la O, donde la hilera de personas alcanzaba el corral de las flores. Hubo templos, como el convento de San Buenaventura, que cerraron pasadas las diez de la  noche ante la cantidad de gente que esperaba contemplar a la Soledad. La única capilla que no abrió fue la de Montserrat por motivos organizativos. Quienes quieran visitarla  podrán hacerlo hoy.

Y así se despidió la penúltima jornada de la Semana Santa, con breves chaparrones de escasa agua y con la sensación de que todo estaba perdido de antemano. Niños que aún no han conocido el sol ni lucir su túnica en este día. Pequeños músicos como el que entrevistó  la reportera Charo Padilla -lo suyo sí que es una tormenta de emociones cada vez que toma el micrófono- al que se le hacía muy largo esperar otro año para tocar tras el Cachorro. Tanto como la eternidad de un trienio sin verlo  en la calle. Viernes Santo. Llueve sobre mojado.

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