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Cofradias

Lunes Santo en la Plaza del Museo

  • Es este un día en el que comparecen armónicamente todas las tendencias cofradieras

EL Lunes Santo sevillano nació de un esqueje de la mejor tradición cofradiera. Antes, durante siglos, la Semana Santa se celebraba litúrgicamente el domingo de ramos. Se leía en misa la pasión y luego salían los pasos a la calle. Tras ello, a esperar al triduo sacro, que se iniciaba el miércoles, la víspera. Eran los primeros años veinte del pasado siglo. Había nacido ya el martes santo. La Hermandad de la Expiración de la Merced, que ya era la del Museo desde que la exclaustración dio tal uso al convento de la calle de las Armas, decidió mudarse a un nuevo día, cambiando también su estilo. Creó un segundo paso volviendo al palio siglos atrás abandonado. A ella se unió la de las Aguas y al poco la de las Penas. Todas se asentaron en la tierra virgen del Lunes Santo. Luego, tras la guerra, vinieron otras: Santa Marta, Vera Cruz y la Redención. Con ellas las de los barrios, que son también esquejes de la Sevilla tradicional.

La historia de Sevilla en el siglo XX está llena de trasplantes. Al ritmo de la emigración interna, la conquista de las huertas suburbanas pobló esas tierras con habitantes de los barrios populares sevillanos que se establecieron en los nuevos enclaves al modo colonial romano. El esquema colonial, es sabido, supone el traslado de un grupo de ciudadanos que se instala en nuevas tierras asumiendo la organización y el estilo de vida de la urbe. Con ellos Roma mantuvo su unidad política y cultural mientras se expandía sin descanso. Analógicamente, esos nuevos grupos sevillanos que se instalaron en los barrios de la expansión se articularon frecuentemente en torno a una hermandad, a unas imágenes, a las que rendían -y aún hoy rinden- culto con la misma devoción que sus antepasados veneraron a los titulares de las hermandades de sus lugares de procedencia. Así, los nuevos núcleos urbanos no se desgajaron de la ciudad, sino que permanecieron arraigados a la historia y a la forma sevillana de entender la vida social. La jornada de hoy ofrece muestras notables de este fenómeno: el Polígono, el Tiro de Línea o San Gonzalo son cofradías de las que arrastran multitudes, referentes de esta semana pasional.

Surgió de esa amalgama de lo antiguo y de lo nuevo, del centro y de la periferia, un día multicolor, anclado hasta la médula en la tradición hispalense, en el cual los brotes nuevos, como Santa Marta, o renacidos, como la Vera Cruz, han señalado el camino para una renovada y sobria solemnidad en la estación de penitencia y un actualizado sentido de lo que debe ser una hermandad. Es éste un día en el que comparecen armónicamente todas las tendencias cofradieras: la seriedad penitencial del Señor de las Penas doblando por San Vicente a los sones de su marcha y el silencio fúnebre de la Vera Cruz, que nos hace preguntarnos cómo hubo de ser aquella otra Semana Santa que ya no existe, de la que venimos; el solemne bullicio de la cofradía de San Gonzalo, refulgente por San Pablo y Reyes Católicos; la festiva evocación del Rocío del cielo por la Plaza de la Alfalfa y el calor de la bulla que acompaña al Cautivo de Santa Genoveva. Magnífica síntesis de toda la Semana, el día nos guía por toda la Pasión, desde el Beso de Judas al entierro de Cristo, pasando por su abandono ante Herodes, el inicuo juicio de Caifás, la fuerza del nazareno que con su elegante mano sostiene el peso abrumador de la cruz sobre su hombro y la presencia muerta de Jesú0s en el madero.

Y todo empieza y acaba en la Plaza del Museo, espacio urbano que parece creado para que la cofradía que lo ciñe pueda ser contemplada de la cruz al palio. Hay un momento mágico en este anochecer. Se aleja silente por Alfonso XII el Cristo que expira ante la mirada absorta de los evangelistas que lo acompañan en el paso. El olor del azahar, aroma de Sevilla, embriaga a los presentes y la marcha real anuncia a los de la plaza que se acerca el palio por el antiguo atrio del convento. De repente, su presencia. No avasalla, no se impone. Conmueve en su sencillez, toda azul y blanco de pureza; su mirada, antaño clavada en la cruz, ahora se pierde en pensamientos dolorosos. Es bella, pero no es la imagen de la belleza; tampoco es joven. Es la madre que llorando sin consuelo por su hijo recoge su pena en un suspiro. Es la Virgen de las Aguas.

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