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Desde la avenida

La carta

  • Después de las charlas mantenidas durante la cuaresma, Montesinos se despide de su amigo con una misiva en la que explica que decide quedarse "su" Semana Santa.

Estoy preocupado. Desde las diez de la mañana llevo esperando a mi amigo en el lugar de costumbre y aún no ha aparecido. Tras una hora de plantón, un mensajero llega con una carta. Me extraña, porque es día festivo. "¿Don Rafael Roblas?". La cortesía me echa unos cuantos años encima. "Sí, soy yo". "De parte del señor Montesinos. Tome usted". Firmo el recibo y abro el sobre con ansiedad, temiendo malas noticias.

"Querido Rafael:

Esta semana no me esperes junto a nuestra columna de la Avenida. Cuando leas esta carta, yo ya estaré muy lejos, confundido en la niebla y regresado de nuevo a esa larga madrugada del destierro que tan angustiosa resulta para el sevillano ausente. Hoy, la ciudad volverá a salir a la calle medio loca y medio muerta y la Virgen atravesará la Sevilla soñada por aquel adolescente de Villasís al que ningún deseo le fue negado. Durante unas horas, el reloj parará sus manecillas y, luego, la noche más profunda cederá lentamente al nacimiento de la luz en el lugar que la tiene por costumbre, renaciéndola en el milagro de cada primavera

No sé por qué siento ahora tanto miedo. Huyo de mí y de mis recuerdos antes de que se conviertan en olvidos irreparables, como los años que dejé sobre aquel banco de hierro junto un río traicionado. Por eso, prefiero batirme en retirada, no sea que la bala perdida que esquivé en la Tejonera hoy pueda herirme mortalmente de melancolía y empañe la dolorosa dicha aquella de sentirme feliz en esa Sevilla que creé y amé como sólo puede amarse a una diosa.

Comprende que no quiera estropearlo todo al final y que me quede con mi Semana Santa de Belle Époque, gramola y charlestones; con la esquina de Cerrajería donde pedía caramelos a los nazarenos -una hebilla menos- de mi niñez; con el tercer Regimiento de Artilleros y los solos del brigada Rafael, rígido sobre su montura; con el agudísimo cuchillo de la trompetería tras los Cristos; con el metal frío de aquellos pasos mecidos por los trabajadores del muelle; con la luz de los atardeceres reflejándose sobre las canastillas pobres de las cofradías de barrio; con la llama de los cirios sobre el cierre de Reyes Católicos dieciséis; con los ardientes ojos de mis paisanas encendiendo las candelerías de lo palios; con la lenta cera ardida de los nazarenos que pintaba en Santa Clara afilándoles la punta a los lápices que me regaló Eduardo Llosent... ¿Cobardía? Puede, pero el recuerdo es todo lo que poseo y no me arriesgo a que la realidad termine con un sueño del que me niego a despertar.

Muchas gracias por existirme y regresarme durante estos viernes en los que he habitado de nuevo el paraíso. Antes o después volveremos a vernos, así que no te entristezcas. Recuerda, hijo, a nuestro paisano más universal: siempre alegre la tristeza y triste el vino. Me sabe mal no despedirme con un último abrazo, pero ya sabes que no me gustan los adioses. Prefiero apartarme e irme callado, lentamente insomne...

Ten todo mi cariño y dile a Marisa -mi diosa del destierro- que la amo como el primer día."

Reconozco la firma. No he podido evitar un amago de tristeza. Recuerdo a mi maestro, recuerdo al poeta. Luego reacciono. ¡Mi amigo es un bribón! ¿Que se ha ido fuera de Sevilla? ¡Eso no se lo cree ni él! El muy pillo -colegial travieso de las Carmelitas- piensa que he picado. ¿Acaso imagina que no voy a reconocerlo llevando un farol -que pesa como un demonio- junto a una cruz de guía cuando unos morados nazarenos avancen por Hernando Colón escribiendo así el prólogo de esa madrugada del destierro?

Que sepas, tocayo, que, aunque no me saludes al pasar, te delata el brillo guasón de tus ojos de niño y que estoy al tanto de tu secreto. Al fin y al cabo, lo mío es pura envidia. No a todo el mundo da Dios el privilegio de volver desde el Más Allá cada año para cumplir así con el rito y la regla acompañando a la Virgen del Valle, esa Niña Sin Pecado de la que estás tan enamorado que ni la muerte ha conseguido separarte.

La fotografía que ilustra este artículo procede del archivo familiar de la familia Montesinos y ha sido facilitada por su viuda, Marisa Calvo.

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