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La Noria

Alameda: apuntes para un espacio

  • Casi un año de retraso en la terminación de las obras, una ejecución discutible y el debate sobre el futuro uso de este espacio ciudadano marcan la transformación de la única gran ágora del norte de la Sevilla histórica

PARECE que la autogestión no ha sentado demasiado bien. Hace unos días, un grupo de vecinos de la Alameda, hartos de esperar el final de una remodelación que simula no terminar nunca -casi un año de retraso acusan las obras impulsadas por el Consistorio-, decidieron colocar bajo la sombra de las columnas romanas -exentas y minimalistas ahora; asilvestradas antes- uno de los bancos de color albero que está previsto instalar en el bulevar. Se hicieron una foto y la mandaron a la prensa -por aquello de que lo que no sale en los medios no existe- como forma de reivindicar su firme voluntad de dar vida a este importante espacio público.

La imagen cogió con el paso cambiado a los responsables municipales; en especial a IU, que se arroga una especie de extraña paternidad sobre la Alameda. Hasta el punto de que, apenas unas horas después, el edil de distrito, Francisco Manuel Silva, salía a la palestra para reiterar que todo va bien y augurar que los trabajos estarían concluidos en unos tres meses. Justo a las puertas del verano. El banco duró bajo las columnas un par de días más. Después desapareció.

Las declaraciones del concejal de la federación de izquierdas, que se ha hecho célebre por sus viajes y alguna que otra epopeya de arte menor, demasiado gráfica de su personalidad, no tranquilizaron a casi nadie. Probablemente ni a él mismo. Llegaban meses después de que su jefe de filas, Torrijos, el primer teniente de alcalde, pronunciara una sentencia casi bíblica: "La Alameda se acabará cuando se acabe". Los numerosos frentes que esta obra está abriendo al ejecutivo de Monteseirín resultan ilustrativos de la escasa capacidad de sus munícipes para mantener en curso más o menos razonable sus propios proyectos. Curiosamente, los mismos en los que sustentan su modelo de ciudad. Los mismos que, cuando las calendas son electorales, no paran de promocionar a los cuatro vientos. La facilidad para comunicar las bondades de su gestión se diluye en cuanto se presenta un conflicto. Y la Alameda, al igual que la reforma de la Encarnación, está dando bastantes dolores de cabeza al gobierno local. El plazo de ejecución de las obras, iniciadas en 2005, es, en realidad, lo de menos. Siendo importante -los políticos deben ser capaces de cumplir los propios tiempos que ellos mismos se marcan ante los ciudadanos- los interrogantes que ahora se abren sobre este enclave son de naturaleza patrimonial. ¿A quién pertenece? ¿Cómo se usa?

Parece obvio que la Alameda no es de nadie. Mejor dicho: es de todos. Sin embargo, algunos indicios de los planes municipales para este espacio público hacen desconfiar de que este axioma -obligado en toda ágora, al radicar en ella, desde el mundo clásico, la propia esencia del mismo concepto de lo urbano- se cumpla. Los dos frentes esenciales a este respecto son la gestión de la movida y los planes de ocupación del bulevar con veladores.

En el primer asunto, la situación es ambivalente. Por un lado se toleran las concentraciones juveniles durante las noches de los fines de semana -a veces se convierten en diarias- y, por otro, cuando conviene, se hace una aplicación singular de la ley antibotellona aprobada por el Parlamento de Andalucía. Extraña situación si se tiene en cuenta que el Ayuntamiento no puede ser discrecional a la hora de aplicar una norma con rango parlamentario, sino eficaz. Disfrazar de tolerancia esta relajación -muy gráfica durante las semanas previas a las últimas elecciones generales y autonómicas- no busca más que disimular una contradicción: Monteseirín parece reacio a aplicar la norma que él mismo, junto a otros alcaldes andaluces, reclamó en su día a la Junta de Andalucía.

'laissez faire'...

En lo que respecta a los bares -y a sus veladores- la situación es otra. Los locales, regulados por la normativa correspondiente, funcionan, en líneas generales, sin causar demasiados problemas. Su presencia dinamiza el espacio público a determinadas horas. Otra cuestión es su voracidad por ocupar con mesas -espacios lucrativos, al cobrarse a los ciudadanos por su utilización- la mayoría del suelo ganado para el peatón. Esta práctica ya sucede, con honrosas excepciones, desde hace tiempo. De nuevo el Consistorio alega falsa tolerancia: "no queremos perjudicar a los empresarios por las molestias de las obras". El resultado de este laissez faire, laissez passez es notorio: la colonización del espacio público cada vez es mayor sin que -todavía- hayan vuelto a abrir los quioscos construidos en el centro del bulevar. El acuerdo previo para transformar toda la plaza en una gran terraza -privada- se quebró en cuanto se conoció. Pero aún no está muerto: determinados hosteleros insisten en reavivarlo ante la falta de iniciativa municipal. En esto, como en tantas cosas, sucede lo de siempre: los espacios vacíos terminan ocupándose por aquellos que están al acecho, tenga fuero o carezcan de tal derecho. Igual da. ¿Está la Alameda vacía? Es claro que no. Otra cosa es que el Consistorio pretenda diseñar a su capricho un ágora que debería albergar, esencialmente, actividades ciudadanas. Organizadas por los propios vecinos. A su manera, en este barrio existe una activa sociedad civil, aunque no gaste corbata. De ella depende que la Alameda sea de verdad una plaza y no un mero escenario.

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