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Atentados en París

Calais en el punto de mira

  • Los atentados de París aumentan el miedo a posibles represalias en un campamento de refugiados francés atendido por sanitarios de Sevilla. Seis mil personas viven hacinadas en un antiguo vertedero.

Absorto y con la mirada perdida, Mustafá aguarda de pie junto a una estructura de metal ennegrecida, doce cilindros que diez horas antes habían sujetado su pequeña vivienda de no más de tres metros cuadrados. Una vela fue el origen del incendio que la madrugada del sábado arrasó unas 80 tiendas de campaña y pequeñas casetas de madera del campo de refugiados de Calais (Francia), conocido popularmente como la Jungla, según señalan los testigos. "He perdido lo poco que me quedaba. Todo se ha quemado, el dinero, mi documentación", se lamenta este sudanés mientras rebusca entre varias cacerolas quemadas alguna pertenencia.

El incendio comenzó sobre las doce y media de la noche, coincidiendo con los atentados de París. Esto disparó las alarmas en las redes sociales, donde se difundió erróneamente que se trataba de una represalia. Varias patrullas antidisturbios acudieron a la Jungla junto a los bomberos y el fuego quedó controlado en poco más de tres horas.

Todos los afectados son sudaneses que contaban con "buenas cabañas, dentro de la miseria que hay aquí, ya que son los que llevan más tiempo en Calais", relata Jéssica, una activista española cuya caravana azul se encuentra a escasos metros de la zona calcinada. "Me desperté porque golpearon la caravana. Sólo escuchaba gritos y con los nervios no podía abrir la puerta", recuerda. Por la mañana, el fuerte olor a quemado afectaba a gran parte del campamento. No ha quedado nada, sólo un manto negro con cacerolas ennegrecidas, comida calcinada y montañas de cenizas.

Ayer, la situación en el campamento era tranquila y la presencia policial extrañamente escasa. Algunos refugiados como Jalid dudan de la versión oficial del incendio y reconocen tener miedo ante posibles represalias, confiesa este sirio mientras fuma una cachimba.

En la Jungla viven hacinadas unas 6.000 personas en tiendas de campaña o casetas cubiertas por lonetas y plásticos que se solapan unas sobre otras en un área de unas 14 hectáreas. Las bajas temperaturas, que actualmente rondan entre los 7 y 12 grados, hace que muchos enciendan hogueras a pesar de las fuertes rachas de viento, muy frecuentes en la zona.

Europa está viviendo la mayor crisis migratoria desde la Segunda Guerra Mundial. Las costuras de sus fronteras están saltando en el sur, este y norte. La migración ya no es sólo un problema de España, el Estrecho de Gibraltar no es el único coladero. La situación en Lesbos pone a prueba los recursos de Grecia y las relaciones entre Francia y Gran Bretaña se resienten ante la avalancha de inmigrantes que quieren cruzar el Canal de la Mancha. La inmigración ya no es un problema local.

La ciudad portuaria de Calais ha sido tradicionalmente una tierra de asilo dada su cercanía con Inglaterra. Sin embargo, este campamento, cuyo solar anteriormente fue un vertedero, nació hace sólo cinco meses cuando las autoridades locales concentraron aquí a todos los inmigrantes indocumentados que vivían en la calle ante su expansión.

El caos y la anarquía reinan en esta jungla abandonada por las instituciones públicas. La basura se expande por todo el campamento y los inmigrantes duermen junto a comida en descomposición, fango y grandes charcos de agua estancada. Apenas hay un centenar de urinarios móviles que desprenden un fuerte olor a putrefacción y no más de una decena de tuberías donde los refugiados lo mismo lavan los platos que sus pies.

Los inmigrantes se organizan por zonas según su nacionalidad. El campo está en continuo cambio y expansión. Según explica Coral, una activista francesa, los sudaneses, afganos, iraquíes y eritreos son los que más recursos tienen. Cuentan con una iglesia levantada con planchas de madera, además de pequeñas tiendas de alimentación e, incluso, una barbería. Los intensos colores de las frutas que se venden en las tiendas contrastan con el gris permanente del cielo, como una sombra que parece aferrarse a ellos. Los sirios son los que viven en peores condiciones y menos resguardados del viento. Han sido los últimos en llegar.

Aquí el día comienza tarde, apenas hay gente fueras de las tiendas antes de las diez de la mañana. Tampoco se ven muchas mujeres, sólo hombres jóvenes, muchos de ellos en viejas y oxidadas bicicletas. La joven activista francesa explica que la mayoría de las mujeres y los niños viven apartados por seguridad. "Aquí hay armas y prostitución, y también violaciones", denuncia alterada.

Todos quieren ir a Inglaterra, país que tienen idealizado. Existe la certeza de que los servicios sociales allí son mejores. Iyad, un ingeniero informático de origen sirio, explica que todos siguen la misma ruta: Turquía, Grecia, Macedonia, Serbia, Hungría, Austria y Alemania. "Aquí nos lanzan gases lacrimógenos pero en Hungría y Austria nos disparan y nos matan", advierte este joven de 22 años que muestra una gran madurez al hablar. En un inglés fluido, relata que, tras graduarse, el ejército del Estado Islámico le amenazó con matar a su familia si no se alistaba, lo que le obligó a huir, dejando a los suyos en Damasco.

Todas las noches, Iyad intenta cruzar a Inglaterra. Toda su ropa es oscura para camuflarse mejor en la oscuridad. Ni se planeta permanecer en Francia: "Aquí nos golpean y nos lanzan perros. No tenemos vida, nadie nos quiere contratar", se queja con voz entrecortada. "Al otro lado de la valla, la Policía británica te envía a centros para refugiados, donde ayudan a los inmigrantes con los trámites", añade.

El joven Ahmed también intenta todas las noches sin éxito despistar a la Policía, saltar la valla de unos cuatro metros con alambres de pinchos que bordea el puerto y las vías del tren que cruza el Eurotúnel y lanzarse sobre un tren en marcha. Luego se esconden en los bajos de los vagones.

Para sortear la valla, según relata, crean escaleras humanas y buscan entre la basura objetos punzantes para construir herramientas que les permitan cortar la verja metálica.

"La Policía se ha vuelto más estricta y ha electrificado algunas partes de la valla", explica el joven de 31 años, a quien el drama sufrido le ha hecho mella en su rostro. "Hace ya dos semanas que no intento cruzar", afirma. Su compatriota Josef sí lo hizo hace unos cinco días, pero, al saltar sobre el tren, cayó en el último vagón y la propia inercia le lanzó hacia las vías, rompiéndose la pierna izquierda, señala apoyado en unas muletas.

La presencia policial esta semana ha sido notable tras tres noches de disturbios. Los inmigrantes denuncian que la Policía lanza gases lacrimógenos y pelotas de goma, mientras el gobierno galo, por su parte, asegura que son los activistas de la asociación No Border los que incitan a los inmigrantes a la violencia.

"Nuestra relación con la Policía es como la de Tom y Jerry", bromea el joven Ahmed, que antes de la guerra en Siria trabajaba como profesor universitario. Hoy vive en una pequeña tienda de campaña sobre el barro y, a pesar del frío, va en chanclas.

La presencia de servicios gubernamentales en la Jungla es prácticamente inexistente y la de las entidades sociales y ONG, desorganizada. Muchos inmigrantes y activistas se quejan de la falta de médicos por la noche, cuando se producen los disturbios. "La ambulancia no accede sin la Policía y ésta dice que no entra porque le apedrean", explica una activista.

Hay asociaciones que aparecen de forma puntual en la zona para repartir comida y alimentos, principalmente. Es el caso de la Fundación SAMU, con sede en Sevilla, que desde el pasado martes lleva a cabo una asistencia sanitaria en Calais y Dunkerque. Además, el jueves, un día antes de los atentados, el equipo de seis miembros acudió a la Plaza de la República de París, donde atendió a cerca de un centenar de inmigrantes, la mayoría afganos.

La falta de coordinación entre los que prestan ayuda humanitaria en Calais provoca situaciones de caos y avalanchas. Las colas no funcionan cuando hay arroz de por medio, persiguen a los vehículos y abren los maleteros, y sólo los más rápidos consiguen arrasar en pocos segundos con los paquetes de legumbres, pastas y azúcar, algunos de los cuales acaban rompiéndose y esparciéndose por el suelo. Aquí rige la selección natural: sólo los más fuertes consiguen su sueño.

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