galería del olvido

Réquiem por la soledad

Mercedes nació en el seno de una modesta familia sevillana de grande y mayoritaria vocación por la literatura, como acredita el hecho de que casi todos sus miembros cultivaron las letras: su madre, su hermana Felisa y su hermano José, uno de los más fértiles autores de la segunda mitad del siglo XIX, con obras tales como La expulsión de los moriscos, Don Jaime el desdichado, La luz del rayo o A espaldas de la ley, todas ellas de notable éxito en la época.

Su infancia y adolescencia transcurrieron en la casa familiar de la calle Manteros (en la actualidad General Polavieja) -punto de reunión por cierto de jóvenes pero ya incipientes y apasionados literatos, entre los que destacaban Francisco Rodríguez Marín, Manuel Cano y Cueto, Luis Montoto, o Juan Antonio Cavestany- a la que llamaban "el parnaso", en tanto Mercedes era conocida como "la violeta del Betis". De cuerpo frágil y enjuto, más que la imagen de una mujer lozana y joven para la edad que por aquel entonces tenía, transmitía la visión de un ser espiritual tan cautivo de su presente como escéptico de su futuro.

En los primeros años de su juventud tras trabar gran amistad con la también poetisa sevillana Concepción de Estevarena, publica con sólo veintiún años su primer y a la postre único libro de poemas, Ráfagas. Estevarena, quien asimismo dejó una notable muestra en la producción literaria femenina del siglo XIX, falleció sin embargo de tuberculosis a la temprana edad de 22 años en Jaca.

Ello, unido al cúmulo de tragedías que se suceden en su entorno, entre otras la inesperada muerte de su padre, de su hermano, de la ruinosa situación económica familiar y de que tampoco su vida amorosa fuera especialmente afortunada, sumió a esta mujer de enorme sensibilidad en una profunda tristeza que la llevó a refugiarse casi exclusivamente y aún más en la poesía, y a trasladarse a la vecina localidad de Camas, donde falleció en 1918 después que el Ayuntamiento le hubiera concedido una asignación mensual de cien pesetas. Ese mismo año se acordó proponer a los capitulares Blasco y Montoto el trabajo de recopilar la edición de toda la obra poética de Mercedes de Velilla, cuyo prólogo del segundo de ellos seguimos para esta breve semblanza de la gran poetisa sevillana.

En 1876, y a beneficio del actor Pedro Delgado, estrena la obra El vencedor de sí mismo, un drama en verso compuesto de un solo acto, cuya acción se desarrolla en un palacio árabe de la Sevilla del s. XIII. A Delgado le unía gran amistad con la familia Velilla, sobre todo con José, junto a cuyas cenizas yace aún hoy en una lápida sin identidad alguna al lado de la del pintor Jiménez Aranda. Además de la citada obra, Mercedes de Velilla escribió otra pieza teatral titulada Noche Buena, de la que por desgracia no se conserva un ejemplar impreso, ni siquiera copia manuscrita, por lo que actualmente se puede considerar desaparecida.

El duende del dolor inspiró su poesía muy marcada por la huella de Bécquer, a pesar de las abismales diferencias existentes en sus respectivas concepciones. En la suya, en toda ella, late la frustración por la desigualdad de la mujer y las secuelas de tanta desgracia a su alrededor, aunque también sea justo decir que en la misma se rinda culto a la libertad, al arte, y a los genios incontables de las letras hispánicas. Ella entronca con la tradición que se inicia con Feliciana Enríquez de Guzmán y continúa con Gregoria de Santa Teresa, Antonia Díaz o Blanca de los Ríos, espíritus todos rebeldes como antes fueron Teresa de Jesús, Rosalía de Castro, Concepción Arenal y Cecilia Böhl de Faber, quienes con su pluma combatieron la educación androcéntrica de nuestra sociedad.

Pero la nota predominante en toda su obra fue la profunda tristeza que la inspiró, y desgraciadamente no sin motivos. La venerada huella de Bécquer se dejaría sentir de nuevo cuando pareció dictarle "¿Quieres conocer el camino que recorrí?. Mira sobre los abrojos las ensangrentadas huellas de mis plantas...". Bajo esa atribulada pauta, y con tan hermoso como admonitorio ruego, todos y cada uno de sus poemas rezumaban una infinita melancolía, sin duda premonitoria, que la llevaron finalmente a escribir: "¿Adónde voy?, no sé..., solo me resta / hendiendo espacios para mí sombríos.... / ....¡Y emprendo ya mi senda de amargura / y el dolor, siempre fiel, está conmigo / que del dolor los vientos me arrebatan / y está el dolor donde mi planta fijo!". Siempre dolor, dolor y más dolor, que pareció ser la única y mayor constante de su vida y que con él convivió hasta reclamarlo como el mismo Goethe hiciera un día de forma pertinaz reclamando ¡luz, luz!, si bien precisamente eso a ella no le faltaría jamás en su amadísima tierra sevillana.

Así fluyó la ignorada vida de esta gran mujer, legítima acreedora de la gratitud y memoria de sus gentes y su tierra, y no obstante pagada casi hasta nuestros días con el lacerante precio del olvido. Asombra hoy poder afirmar con certeza que ella misma sabía el desenlace de su vida y su obra, y así lo legó en unos versos sobrecogedores que deberían enorgullecernos tanto como sonrojarnos. Sería torpe e injusto no hacerse eco y soportar el escalofrío que causan unos versos que la propia Mercedes de Velilla dejó a modo de testamento poético:

".... Hermanos, ved lo que os pido

no me dejéis siempre sola

en mi sepulcro escondido,

porque me espanta la ola

quieta y mansa del olvido.

Me espanta que a mi alredor (sic),

entre sepulturas huecas

brame el viento mugidor,

y cubran las hojas secas

mi tumba sin una flor".

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