las consecuencias de la crisis Aumenta el riesgo de exclusión, escasean las primeras oportunidades

Viaje al centro de la miseria

  • La Sevilla de las dificultades ofrece dos caras complementarias y extremas: por un lado, la bolsa creciente de ciudadanos que no llegan a fin de mes; por otro, esos jóvenes que por primera vez ven con miedo el futuro

Comedor social

de la calle Pagés del Corro,

en Sevilla.

Mediodía, calle Misericordia, comedor social de San Juan de Dios. Una docena de personas espera en el zaguán. El conjunto es variopinto y monolítico a la vez: apenas hay un par de mujeres, pero los estratos sociales no apuntan sólo a la clase obrera. Aquí hay profesores, médicos y arquitectos. Todos son víctimas de la crisis, del paro de larga duración, de unas prestaciones menguantes, de la mala suerte. Todos necesitan cosas demasiado básicas para el primer mundo: una ducha, unos zapatos, un almuerzo.

El inmueble luce impecable. Suelos brillantes, artesonado de madera oscura, baños limpios, cocina bien organizada, ropa apilada por género. Ana Morilla es la trabajadora social del centro y una de sus cuatro empleadas fijas. Desde octubre de 2010, fecha de inicio de la asistencia, ha registrado con celo cada dato: 1.260 usuarios hasta el pasado septiembre, 726 con algún tipo de pensión o ayuda, el resto secos; 27 personas con estudios universitarios, 495 con algún módulo de la FP, 503 con estudios primarios; 641 extranjeros de 54 nacionalidades; 57.325 comidas servidas (alrededor de 150 diarias); un 75% de hombres ("las mujeres agotan todos los recursos antes de venir"); una peluquería que echa a andar estos días y un dentista que lo hará antes de fin de mes.

Francisco Herrera tiene 58 años y ha cotizado 35. Da la mano mirando a los ojos y advierte: "No tengo nada que esconder". Recién afeitado, huele a colonia y after shave, y transmite una feroz resistencia al desaliento. "Hasta hace un año, trabajaba en una empresa de mantenimiento de piscinas, pero tuvieron que ponerme un marcapasos y prescindieron de mí al no saber cómo podían afectarme las máquinas que utilizábamos", relata. En noviembre dejará de recibir la prestación por desempleo, pero ha ahorrado lo suficiente para resistir en la pensión donde se aloja hasta abril. "Este sitio es pata negra, como una familia para mí. Si algún día se arregla mi situación, seré voluntario de la Cruz Roja", promete.

Morilla entrevista a cada visitante y lo clasifica en función de sus necesidades. Su organización nunca ofrece dinero, pero sí gestiona empadronamientos, renovaciones del carné, servicios adscritos a la ley de dependencia y cualquier tipo de ayuda pública. "Creo que puedo mejorar. Tengo la opción de la jubilación anticipada o el subsidio para mayores de 52 años [con la última reforma laboral, el listón sube a 55]", expone Herrera. De la familia no espera nada: está separado y no tiene hijos, "tan sólo dos sobrinos de 20 años a los que acogí hasta que cumplieron 18 y de los que ya no sé nada".

La historia de José Antonio Pattier, nacido en Madrid hace 54 años, es más extrema. Ha vivido en la calle, ha pasado hambre y miedo, ha mendigado. "Soy alcohólico y bisexual, y no me ha ido bien con mi primera mujer ni con mi segunda compañera", lamenta este hombre enjuto y barbudo. Una inició los trámites del divorcio y la otra le ha denunciado por acoso "por culpa de un sms mal interpretado". Tiene dos hijos: uno es asesor de empresas, el otro estudia magisterio (su carrera, su ex profesión). Con ninguno mantiene el contacto. "Yo aquí no me identifico con nadie: como dice un amigo mío, todos robamos macetas de plástico". Comparte piso con un matrimonio uruguayo. A sus 426 euros de ayuda debe descontar los 200 del alquiler y otros 100 en gastos diversos. "Me quedan 120 al mes, 120. Y claro, una litrona cuesta 1,50 y te permite echar la noche. La primera cerveza te da felicidad. Luego empeoras y lo ves todo negro". "He dormido en la calle", dice mientras señala sus gafas, se las quita y muestra unas profundas ojeras. "Fuera no te las puedes quitar, no te puedes descuidar nunca".

"José, te tienes que marchar", le anunciaron un día en su empresa de limpieza. "Así, sin más". Después, una afilada cuesta abajo. La ruptura matrimonial, los cartones y el frío, un regreso frustrado al hogar paterno y una petición de condena de 10 meses en los juzgados de Valencia. "Sólo vengo a comer, no quiero coger ropa. El psicólogo me dijo que es bueno comprar al menos unos calzoncillos de tu dinero, aunque sean del Carrefour", sostiene. "Tampoco me gustan los albergues. Mientras pueda, prefiero estar en un piso. En los albergues ves mucha desesperación y muchas parejas que se forman por pura supervivencia".

El zaguán se masifica conforme el reloj se acerca a las 13.00. En el comedor caben 45 personas. Los demás deben esperar a que alguna silla quede libre. La cola necesita más metros y sale a la calle, a veces casi hasta la plaza contigua, con pieles de todos los colores y varios idiomas suspendidos en el aire. Francisco Márquez, 48 años, comparte con Herrera y Pattier la radiografía del desamor: está separado y tiene una niña de 14 años a la que no tutela. Estudió hasta séptimo de EGB (el antecedente de la Primaria) y reside en el barrio de Torreblanca. La burbuja inmobiliaria le dio carrete: colocaba persianas, era capaz de cualquier apaño. Actualmente vive de los mercadillos y de los castillos hinchables, esos que uno se encuentra a veces en los paseos marítimos y las ferias. "Antes me pagaban 60 euros, ahora sólo la mitad". Sus ingresos estables: 350 euros mensuales gracias a una pensión por incapacidad permanente. "Le doy 140 euros al mes a Emvisesa [la empresa municipal de vivienda] hasta dentro de dos años. Entonces seré propietario", vaticina. El comedor le gusta, "está mucho más limpio que el de Pagés del Corro", aunque venir le supone un sacrificio, el precio de un ida y vuelta en bus o, si las cuentas aprietan, un soberano paseo desde la otra punta de la ciudad. "Esperanza queda poca. Los extranjeros montan y pintan las casetas de feria y te hacen una chapuza por tres duros. Nos quitan el trabajo a los sevillanos".

El paseo que separa la calle Misericordia de la Avenida de la Cruz Roja está repleto de huellas de miseria. Dos vagabundos colonizaron tiempo atrás la plaza de Montesión y se han convertido en una postal. En la plaza de los Carros duermen algunos más. La Alameda y el Pumarejo también muestran cicatrices humanas. Las esquinas huelen a mierda y orín. Al otro lado de la muralla, sin embargo, se levanta un fortín a la esperanza. La Cruz Roja imparte este año 16 cursos financiados por la Junta. El de hoy es para auxiliares de enfermería menores de 30 años, 725 horas en total, unos 15 alumnos por clase. Patricia (25 años, Pino Montano), Emilio (22, Guillena) y Roberto (19, Las Cabezas) se muestran agradecidos por formarse gratis y optar a final de año a una beca de transporte que les compense los gastos de desplazamiento.

Sus coordenadas son, sin embargo, diferentes. Roberto es el hijo de un albañil y el mayor de cuatro hermanos. En su casa no entra dinero. Ha solicitado los 400 euros del Plan Prepara. No sabe nada al respecto. Emilio se sabe afortunado: sus padres sí trabajan y él puede seguir formándose, pero explica cómo la caída de la construcción ha barrido su pueblo de cotizantes. Patricia aún paga su coche, y necesita ingresos por mínimos que sean. "Se están olvidando de nosotros", lamenta, refiriéndose a los políticos. "Nos dicen que estudiemos, que aprovechemos la oportunidad -interviene Emilio-, pero, ¿cuánto vamos a tener que esperar para darnos de alta? "Me iría ya de casa, me independizaría, pero sé que soy necesario", añade Roberto. Los tres probarían suerte en el extranjero, "en Inglaterra o Portugal, donde toque". Los tres miran a su alrededor y se saben rodeados de chicos de su edad en paro, peleando, buscándose la vida. El futuro, por primera vez desde que nacieron, es un mal tema de conversación.

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