OBITUARIO

Un amigo

Uno ha conocido a hombres honestos, brillantes, valerosos; también a hombres inicuos y necios de toda laya. Lo que uno ha conocido menos, quizá por una secreta merma de la especie, es a un hombre bueno. Por un azar del mundo, sin embargo, yo pude conocer a Íñigo Ybarra. Primero como colaborador, en aquellos tiempos en que ambos firmábamos en el Sevilla Información. Luego ya como amigos, cuando coincidimos en la tertulia de Robles, y en la que me senté a su lado, en la que me reí a su lado, durante muchos años.

Creo que esta bondad, tan infrecuente, de Íñigo Ybarra, iba pareja de su concepción del mundo. Si el siglo XX nos enseñó a contemplar la vida con desánimo, en la escritura de Íñigo aún se atesora una irónica y benevolente mirada hacia la aventura humana. De sus tres libros más destacados, A trompicones, El doctor Thebussem y Las ardillas, se desprende no sólo una discreta celebración de la vida; se deduce también una fina comprensión de la vanidad, de la esperanza, del infortunio. De todo aquello que hace del hombre un animal ridículo y sublime, y en cualquier caso, intrascendente (no en vano, firmaba es estas páginas como El currinche, como si él fuera el aprendiz de escriba, y no un incrédulo maestro). Aun así, es en la biografía de Thebussem donde quizá podamos encontrar un rastro más fiable del propio Íñigo Ybarra. Cuanto se dice de Pardo de Figueroa: su originalidad, su bonhomía, su amabilidad atenta y refinada, bien pudiera aplicarse a él mismo. A lo cual debe añadirse el suave humorismo cervantino, su humor raudo e inocente, que hasta ayer mismo habitó su corazón y hoy sustenta su obra.

No me despediré, por tanto, del amigo. Tantos años de amistad, tantas horas de feliz conversación, me prohíben hacerlo. Sé que se habrá marchado con la caballerosa discreción que acostumbraba. Con esa misma discreción le digo aquí hasta pronto. Que otra vida se te abra, querido Íñigo, y que otros ojos, alegres, te saluden.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios