galería del olvido

Un anticuario muy moderno

Un anticuario muy moderno

Un anticuario muy moderno

Sevilla, siempre ególatra y a veces cruel, desconoce tanto acerca de muchos de sus hijos que hasta cree apodar a quien realmente así se llama. Es el caso de nuestro personaje que, sin duda alimentando la confusión con su peculiar aspecto, fue conocido por El Moro cuando ése era en realidad su apellido paterno.

Andrés Moro González aprendió pronto el oficio, no en vano su madre poseía una joyería en la Plaza del Pan. Carente de una específica formación, únicamente se sabía, aunque de cabo a rabo, el famoso Diccionario Benezit, realizaba frecuentes viajes para ahondar más en la Historia del Arte lo que, no obstante, nunca mermó ni su desprecio hacia el arte moderno ni su habilidad para calibrar en reales o a lo sumo en duros el valor de una determinada pieza. Tras años de esfuerzo y aprendizaje, en 1950 logró hacerse con su primera casa en Argote de Molina esquina a Placentines.

Su clientela se extendía, sin exageración, por toda España y parte del extranjero

Y aunque Sevilla le siguiera dando la espalda, incluidas las clases más pudientes con las que Andrés se cebaba a la menor ocasión que se le presentaba, el Moro apenas había tardado unos años más en comenzar su particular conquista que le llevaría a hacerse con toda la manzana hasta la calle Alemanes, inigualable mirador de la Giralda. La nada despreciable cifra de quince fueron las casas que Andrés llegó a reunir, todas ellas nomencladas por él mismo a modo de pisos para su más fácil y pronta identificación y comunicadas todas ellas entre sí mediante los más insólitos, intrincados y sinuosos pasadizos.

Cualquier persona que permaneciera en la amplia antesala de aquel entramado de casas recordará cómo era bastante habitual oírle dar órdenes sorprendentes, entre otras enviar a algún empleado "al piso de los cristalitos" o "al pisito de la fuente", y allí "en el armarito que hay incrustado en el muro del fondo y detrás de un pañito así como celestón hay un espejito de nácar y pedrería, tráetelo". Sin duda conocía hasta la última baldosa de su peculiar museo y, dotado además de una memoria prodigiosa, sabía con total certeza dónde se "escondía", nunca mejor dicho, cada cosa. Se cuenta que en una ocasión en que se anunciaba la visita de doña Carmen Polo mandó tapiar una serie de habitaciones que a su vez daban acceso a otras varias a fin de poner algunos objetos fuera de la vista y del alcance de tan insaciable compradora como irregular pagadora.

A menudo, quizás no tanto por excentricidad sino por su acostumbrada dejadez o simplemente por pura comodidad, Andrés solía ofrecer una imagen un tanto destartalada aunque sin duda original, casi se diría que trasplantada de otro siglo: su blanca melena cuidada en torno a una temprana y ya generosa calva, su valleinclanesca barba a la que no daba descanso en su bien estudiado atusamiento, su bata-chilaba-túnica, -no sabría yo denominar la prenda con exactitud-, que acompañaba de unas indefinibles alpargatas de paño, unido todo ello a su obsesivo apego al dinero, le llevaron en una ocasión a aceptar de buen grado y sin la menor muestra de rebelión ni rubor una limosna que alguien le ofreció. Incluso llegó a arreglárselas, siempre esclavo de su férrea y particular economía, para enganchar la acometida eléctrica de la casa a una farola cercana, operación que repetía con periodicidad simplemente cambiando de farola. Pero ése era Andrés en estado puro, personaje real y pintoresco dónde los hubiera.

Aunque su clientela se extendía sin la más mínima exageración por toda España y parte del extranjero, desde dónde le requerían tanto para negociar compras como para ofrecer ventas, sin embargo hubo dos clientes en particular que le reportaron muy pingues ganancias aunque también algunas pérdidas. De una parte la peculiarísima y misteriosa Orden de los Carmelitas de la Santa Faz, del Palmar de Troya y, de otra, las señoronas de la llamada nobleza sevillana cuyos apellidos sin duda alguna eran más redondos y sólidos que sus cuentas corrientes. Andrés, no obstante, les llegó a depositar en algunos de sus palacetes objetos de incalculable valor, a modo de las históricas fiducias, de cuyo destino en la mayoría de supuestos nunca volvió a saberse y a las que además él mismo, por alguna razón que supongo nadie sabría explicar, jamás llegó a reclamar.

Y es que el Moro, entre su pánico cerval a Hacienda, por un lado, y su totalmente nulo interés por que nadie conociera su patrimonio, por otro, nunca expidió un recibo, ni describió un objeto, ni aseguró jamás a nadie autorías ni procedencias. Siempre era algo ambiguo y esotérico, como todo él; y así, "mira hija esto viene de..." o " sí hijo, esto perteneció a...", pero jamás certificó absolutamente nada, si bien tenía unas especialísimas dotes para detectar lo falso y encubrir lo auténtico.

Si conocida es su anécdota sobre el "Grequito" del Palacio de San Telmo ofrecido a toda Sevilla, ¿a quién podría extrañar que Andrés siempre hubiera tenido a mano un "Goyita" o un "Murillito" que colocar a cualquiera? Pero para ello era preciso tener la suficiente sagacidad o el sentido común de haberse sabido rodear de su propio equipo, pintor, orfebre y escultor, de tal forma que, aunque nunca con un verdadero ánimo de engañar, llegaba a convertir unas vigas antiguas de conventos abandonados en espléndidos crucificados, románicos o góticos, o unas monedas de plata del siglo XVII en candelabros de seis u ocho brazos, o un paisaje bucólico en una escena de salón. Todo al gusto del consumidor.

Andrés el Moro murió tras un largo y penoso proceso, como fue y como había vivido, entre suspiros y silencios, y su imperio íntegramente expoliado casi de la noche a la mañana. Premuerta su hermana Flora doce años atrás, personaje por cierto también peculiarísimo, sólo un muy querido sobrino y un paniaguado doméstico, a quien en algún momento incluso se propuso adoptar, si bien la fortuna hizo las veces de justicia haciendo que no consiguiera su propósito, lo acompañaron hasta su final. Ciertamente fue persona tan parca en sus afectos como celosa de su intimidad y profesión pero en cualquier caso, y esto nadie podrá negarlo, un ser irrepetible.

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