Visión agregada

De la zozobra al estancamiento

  • La crisis nos arrastrará en mayor medida que al resto, y durante más tiempo, por el exagerado peso de la gallina de los ladrillos de oro en nuestra economía, y a una burbuja inmobiliaria que está en el ADN de la ya difunta ave de corral.

JOSÉ IGNACIO RUFINO

Profesor de Administración de Empresas.

Universidad de Sevilla

Como en la utópica Amity de la película Tiburón, España ha pasado de la fiesta y el ufano solaz a la zozobra y la inquietud –de sacar pecho a sacar chepa– en un par de años. Decía Di Stefano que a quien saca pecho, se lo parten, y no es desatinado aplicar esta frase a la autocomplacencia sobrada de un presidente del Gobierno, Zapatero, que no ha parado de presumir en los foros nacionales e internacionales de ir más rápido, más alto y más fuerte que ningún otro país, o de haber rebasado a Italia en renta per capita (soflama repetida una y otra vez como un niño apocado a quien invade una impropia soberbia); y no sólo en los momentos en los que esto se sostenía, sino también cuando la visión real de los muros de la patria nuestra movían a poner en juego la prudencia, si no la quevediana pesadumbre. Porque, siendo bien cierto que la depresión económica y la recesión se han abatido no sólo sobre España como una corriente profunda, oscura y desavisada, también lo es que el maelstrom de la crisis nos ha arrastrado y nos arrastrará en mayor medida que al resto, y probablemente durante más tiempo, debido al exagerado peso de la gallina de los ladrillos de oro en nuestra economía, y a una burbuja inmobiliaria que está en el ADN de la ya difunta ave de corral. De la autocomplacencia a la parálisis, pasando por la zozobra. Nuestras empresas forman parte centralísima de este cuadro que, por mucho que queramos verlo con los ojos de la fe o la positividad hare krisna, es lo que es. Está muy bien proponerse pesonalmente dar mensajes y señales optimistas pero, no habiendo razón alguna para ello más allá del voluntarismo, conviene aceptar que tras la defunción, es conveniente no saltarse el duelo.

Nadie cree a nadie: los bancos no creen a los bancos ni a las empresas; la Bolsa no cree a los bancos ni a otras empresas, y tampoco a las intervenciones gubernamentales de emergencia; por supuesto, nadie cree en la Bolsa, ni ella misma; los ciudadanos, por su parte, reciben los cassandrianos vaticinios y retraen su consumo de una forma anticipadora, e incluso irracional: descontando el incierto porvenir. Las empresas sufren en sus carnes una restricción del crédito que, en un principio, resultaba comprensible, dado que las instituciones financieras esperaban a que se depuraran y desvanecieran los troyanos subprime de los balances. Sin embargo, el cierre de las compuertas de un crédito embalsado hasta nueva orden responde a finales de 2008 más a una desconfianza integral de la banca en el sistema, a un mal disimulado estado de shock de banqueros y bancarios ante la perspectiva de una recesión que –ojalá que no– parece haber venido para quedarse. Más allá de las notarías silenciosas con el parón hipotecario, renovar pólizas de crédito, conseguir financiación para echar a andar proyectos, conseguir rentings y leasings, incluso financiar un desfase para pagar un trimestre de impuestos o cotizaciones sociales puede convertirse en un muro infranqueable para empresas y, mucho más, para autónomos. La perversión se sustancia al fin en una especie de silogismo como el que sigue: sin liquidez, no puedo buscar ingresos; sin ingresos, me sobra gente. Ergo, el primer crédito que me des, banco mío, será para pagar despidos. En el fondo, una versión micro de la dudosa eficacia de las inyecciones y avales públicos a la banca que, en vez de fluir hacia donde deben, van a apagar fuegos en los activos del balance.

Durante la década prodigiosa, nuestras estrellas más rutilantes han sido las corporaciones cuya vaca lechera era una gran constructora. La estructura empresarial de la construcción española no es cualquier cosa –faltaría más, en un país cuyo motor ha sido precisamente ése–, y contamos con grandes empresas con inversiones importantes en otros sectores. Una diferencia decisiva entre las empresas constructoras grandes ha sido la composición de sus unidades de negocio, de forma que durante el desastroso 2008 ha sido decisivo el contar con flotadores o no contar con ellos. El flotador más fiable, sin duda, ha sido el paquete energético. Dos ejemplos contrarios entre si. Martínsa-Fadesa, en concurso y cuesta abajo, tras comprar Martinsa en pleno calentón y por una fortuna Fadesa al muy gallego Jove, no contaba con este tipo de lastres que soltar para mantener el globo en el aire. Por el contrario, el gran Florentino ha podido seguir financiando sus operaciones a costa de vender su 45 por ciento en Unión FENOSA a Gas Natural, amarrando a ACS a la montura de su caballo. Los dos, sin embargo, tenían un problema similar: no tenían financiación externa. Mientras Fernando Martín se quedó con la escoba en la mano y con todos los huevos (rotos) en la misma cesta, ACS podía vender para autofinanciarse.

El otro gran "momentazo 2008" de la gran empresa española fue el fallido abrazo del oso ruso a Repsol. Aunque el asfixiado Del Rivero –con una participación de referencia en la energética y con una Sacyr al borde del colapso financiero– estuvo a punto de vender su parte de Repsol a la tenebrosa Lukoil, algo no deseado por prácticamente nadie. En bambalinas y con la sartén por el mango, la banca, cómo no: Santander principal acreedor de Sacyr, la Caixa principal accionista de Repsol. Algo –¿la filial de autopistas, Itinere?– habrá que vender a alguien –¿Abertis?–: nada menos que 20.000 puestos de trabajo están en juego al terminar el ejercicio.

Mientras los concursos de acreedores crecen exponencialmente y de la mano de la destrucción de empleo, no parecen existir sectores refugio. Toca capear el temporal y, aunque suene a jaculatoria oficial, luchar con creatividad –y con la prudencia debida, claro– por mantenerse a flote.

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