Buenaventura

Francis Segura

29 de marzo 2024 - 06:00

Tiene nombre de músico decimonónico. De florista de La Puebla del Río. De anarquista al que tocaron la marcha Amarguras en singular homenaje fúnebre. La otra gran iglesia conventual de mi barrio tiene en su titular una Italia medieval mucho más hermosa que la que cantaba Karina diciendo “no somos ni Romeo ni Julieta”. Pero en cuestión de amantes, el Viernes Santo y la Soledad del Arenal se quieren de forma inconsciente, porque no se comprenden el uno sin la otra. No hay otro santo entre las sedes de las cofradías de esta jornada, más que San Isidoro, que juega en otra liga, porque es Padre de la Iglesia y Patrón de Internet.

El Viernes Santo es un día en que hay que jugarse a suertes la decisión de vivir o morir en el intento. Las nubes de la tarde desperezan las ilusiones de los cachorristas, expertos en la paciencia y el retorno. Los de la O saben aguardan decisiones; los de Montserrat, son románticos septentrionales; los de la Sagrada Mortaja, que nos revelan cada Viernes Santo la centrífuga estructura del Átomo Piedad sobre el antiguo paso que llega desde la calle Bustos Tavera. Todas las cartas de la baraja del Viernes Santo, con siete palos, nos conceden, bien jugadas, la buenaventura de una jornada en la que ya el azar y lo desconocido casi que no encuentran lugar, porque casi todo estaba ya previsto.

Buena ventura la de la sábana, la escalera y el sepulcro que le pusieron los ángeles por delante a la Virgen de la Luz, de la Carretería. Dejaron de ser meros objetos para convertirse en reliquias de la Pasión, algunas halladas, otras (quién sabe) desaparecidas para siempre. Buenaventura es decir buena suerte, la que todavía no pedían en las puertas de San Lorenzo los cofrades que veían salir la Soledad, una tarde como esta. La buena suerte del Viernes Santo se manifiesta en los detalles escondidos, que solo son capaces de mirar los que han guardado un resquicio de vida. Nadie muere ya. Alcanzan nuestros dedos la buena ventura de la Resurrección.

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