Previsión El tiempo en Sevilla para el Viernes Santo

Juicio a Bretón

21 meses tras una armadura de hierro

  • Las claves para conocer la personalidad de Bretón y su comportamiento en este tiempo contadas en primera persona.

ES su mirada. Quizás la expresión de su cara. Impenetrable, incluso, macabra. Mis ojos se cruzaron con los de José Bretón hace ya 21 meses. Este momento se produjo cuatro días después de que desaparecieran los niños aquel fatídico 8 de octubre. Yo iba montada en una moto, él subido en un coche. Fueron apenas unos segundos, pero al notar que me clavaba la mirada sentí cómo un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Mi objetivo era intentar que el padre que había perdido a sus hijos me contara su versión. Darle la posibilidad de que él pudiera expresar su verdad. Pero lo máximo que conseguí fue un gesto retador detrás de la ventanilla del asiento del copiloto.

Un día después volví a intentar hablar con él. Ya era el principal sospechoso. Los agentes habían rastreado palmo a palmo la finca que sus padres tenían en Las Quemadillas, donde habían encontrado una hoguera con fragmentos óseos, que, según las conclusiones de una perito de Madrid, pertenecían a animales. Pero, a pesar de descartar en ese momento que esos huesos pertenecían a los pequeños Ruth y José, todos sabíamos que Bretón escondía la clave de lo que verdaderamente ocurrió la tarde de la desaparición. Sin pensármelo cogí mi móvil y marqué su número de teléfono, que había conseguido a través de un compañero. Tras varios toques, me habló un hombre mayor, intuyo que era su padre, Bartolomé Bretón, que al escuchar la palabra periodista colgó de inmediato. Tras ese nuevo intento fallido, mi otra alternativa era mandarle un mensaje a través de whatsapp, del que nunca obtuve una respuesta.

Mi misión se había convertido en algo imposible. No encontré la vía que me llevase a conocer al verdadero José Bretón. No pude sentir en ningún momento que la persona sobre la que cada día escribía páginas y páginas en el periódico fuese un padre angustiado por la pérdida de sus hijos, capaz de remover cielo y tierra por volver a abrazarlos y a besarlos. Todo lo contrario, con lo único que me encontré hace ya 21 meses fue con un ser oculto en una armadura de hierro y, que a día de hoy, estoy segura que nadie ha logrado quitar.

La primera persona que me esbozó un breve perfil de José Bretón fue su excuñado, Estanislao. Y fue apenas doce horas después de que los niños desaparecieran. Yo le ofrecí la fotocopiadora del periódico para hacer copias de los carteles con los que empapelaron la ciudad y él me lo agradeció con una conversación que se alargó durante unos diez minutos. El hermano de Ruth Ortiz no encontraba una lógica a lo que estaba ocurriendo, pero sin saberlo me dio la clave de todo. Estanislao, notablemente nervioso, me reconoció que Ruth y José Bretón estaban inmersos en un "complicado" proceso de separación. Él se había venido a vivir a Córdoba con su familia mientras que Ruth vivía en Huelva junto a los niños. Estanislao insinuó que el que aún era su cuñado no aceptaba esta situación, pero que la pareja había llegado a un acuerdo para disfrutar ambos de sus hijos sin que los pequeños tuvieran que sufrir las consecuencias de la separación. "Esperemos que aparezcan pronto, pero esto tiene mala pinta", éstas fueron las últimas palabras que me dijo antes de salir por la puerta de la redacción.

Las siguientes referencias de José Bretón las encontré en el barrio de la Viñuela. Allí pasé muchas horas de guardia a las puertas de la casa de los abuelos de los niños, en la calle Don Carlos Romero. Éste era el búnker de José Bretón. Aquí se escondía de los objetivos de los reporteros gráficos que peleaban por captar su cara. La vivienda se encontraba cerrada a cal y canto. Nadie entraba ni salía por la puerta. Incluso, daba la sensación de que nadie se encontraba en ese momento habitándola. Pero, en su interior la familia paterna de los niños estaba refugiada. Ellos tampoco salieron a buscar a sus nietos, que habían pasado allí la última noche antes de desaparecer sin dejar rastro. Quizás siguieron las instrucciones que les marcaba su hijo, José Bretón, que poco a poco era, sin duda, el principal sospechoso. Fueron los vecinos de la calle y los dueños de algunos comercios de los que conseguí nuevos datos de la vida del misterioso Bretón. Todos lo describieron como una persona "amable" y "atenta", que había abandonado su carrera de Derecho para ingresar en el ejército y que llevaban tiempo sin ver porque se había mudado a vivir a Huelva. Nada más. Nadie lo dibujó como una persona conflictiva, agresiva o rara. Por ello, la reacción de todo el vecindario fue de estupor y sorpresa cuando, finalmente, el 17 de octubre la Policía decidió detener al padre de los niños como el único responsable de su desaparición.

José Bretón ingresó en el centro penitenciario de Alcolea. Ahí ya era completamente inaccesible llegar hasta él y el único medio para saber cómo se sentía y qué pesaba era su abogado, José María Sánchez de Puerta. Una y otra vez le pregunté al letrado si José Bretón seguía manteniendo su inocencia y él siempre me respondía que así era. A pesar de que ya se encontraba entre rejas, Bretón seguía manteniéndose firme, convencido por completo de una historia que él había creado en su mente de una forma paralela a la realidad. Él era consciente de que no había una prueba contundente para acusarlo de la desaparición de sus hijos. El juez instructor, José Luis Rodríguez Lainz tan sólo contaba en aquel entonces con la reconstrucción de los hechos que tuvo lugar el día 21 de octubre en el Parque Cruz Conde, después de tomarle declaración como imputado. El magistrado expuso a José Bretón para someterlo a la presión de los medios de comunicación. Los periodistas seguimos con atención todas las explicaciones que le daba al juez, lo seguimos hasta llegar al punto en el que supuestamente los perdió y el recorrido que efectuó posteriormente para encontrarlos. Llegó hasta la puerta de la Ciudad de los Niños, donde por un momento, Bretón volvió a quedarse completamente abstraído. En ese momento su mirada no se cruzó de nuevo con la mía, pero en él vi a un hombre ido, inmerso en su mundo, que no era otro que el del rencor y la venganza.

No fue hasta enero del año 2012 cuando volví a encontrarme de frente con nuevos datos que me dibujaron el perfil del verdadero José Bretón. Fue el día 8 de ese mes y en el Bulevar de Gran Capitán. Se cumplían tres meses de la desaparición de los pequeños y su madre, Ruth Ortiz, había convocado una manifestación para pedir su regreso a casa. A pesar de la lluvia fueron centenares los cordobeses que quisieron acompañarla en ese momento y compartir su dolor. Recuerdo perfectamente el gesto de dolor de Ruth al pronunciar sus primeras palabras ante los medios. Ella sólo quería saber dónde se encontraban sus hijos porque lo que tenía claro era que Bretón era el responsable de su desaparición. Ella conocía mejor que nadie al que era el padre de sus hijos y lo que era capaz de hacer si no conseguía aquello que quería. Ella había sufrido su control, sus obsesiones, sus manías, sus órdenes. Ella había pasado los últimos años sometida a él y eso se notaba en sus palabras.

Los meses pasaban y el caso cada vez se encontraba más perdido. El juez tenía claro que la clave se encontraba en Las Quemadillas. Ya se habían analizado las imágenes del coche de José Bretón pasando el 8 de octubre junto a la Ciudad de los Niños y existía un informe que confirmaba que en los asientos traseros no iban ni Ruth ni José. En junio, por orden de Rodríguez Lainz, los agentes volvieron a la parcela para inspeccionarla una vez más palmo a palmo. A más de cuarenta grados a la sombra veía como entraban y salían las máquinas excavadoras que desde primera hora de la mañana hasta bien entrada la tarde removieron la tierra del terreno de la finca. También veía entrar y salir el furgón que llevaba y traía a José Bretón cada día desde la cárcel para que presenciara el desarrollo de esta nueva búsqueda. Montada en una grúa conseguí verlo merodear por los naranjos. Con la cabeza rapada andaba por la que era su casa, totalmente indiferente a lo que allí pasaba. Él tenía claro que todo era una pérdida de dinero y que ya no iban a encontrar lo que buscaban: los dos cuerpos de sus hijos, Ruth y José.

Pero, a José Bretón se le escapó de las manos y nunca pensó que entraría en escena el antropólogo Francisco Etexeberria. Fue en la madrugada del domingo 26 al lunes 27 de agosto. Estaba ya durmiendo cuando me despertó una llamada. Aún con los efectos del sueño conseguí pronunciar unas palabras. Un compañero me informaba de que se rumoreaba que existía un informe que concluía que los restos hallados en la hoguera, el 10 de octubre de 2011, pertenecían a humanos. El corazón comenzó a latirme con fuerza. Era tan sólo un rumor, pero de confirmarse podía ser la pieza que haría encajar el puzzle que se había convertido en un rompecabezas. Me levanté rápidamente de la cama y llamé a un familiar directo de Ruth Ortiz, quien me confirmó que no era un rumor, que ese informe existía y que la familia ya daba por hecho que esos fragmentos pertenecían a los pequeños. En esa llamada me dijeron que José Bretón había hecho con sus propias manos un horno crematorio, que alcanzó más de 1.200 grados de temperatura para calcinar por completo los restos de sus hijos. En ese momento noté cómo mi cuerpo casi se derrumbaba. La imagen era grotesca, aberrante e irracional. No concebía que un padre pudiera haber hecho un crimen tan atroz. Quemar los cuerpos de sus hijos, ver cómo se quemaban, abandonar el lugar y hacer ver al resto del mundo que él era simplemente una víctima. Cogí el coche y me dirigí hasta la redacción. A pesar de que era una calurosa noche de agosto, sentía una gélida sensación de miedo. Allí me encontré con mi compañero Ángel Robles al que llamé apenas unos quince minutos antes. Ninguno de los dos dudamos en acudir para escribir lo que se convirtió en la revelación del caso.

Etxeberria consiguió dar un giro de 180 grados a la investigación. Ya existía una prueba contundente y sin fisuras para argumentar cómo habían ocurrido realmente los hechos en el 8 de octubre de 2011. Su informe fue avalado por otro gran experto, el José María Bermúdez de Castro y el Instituto de Toxicología. Lo único que faltaba para que la prueba fue irrefutable era el ADN de los huesos, que finalmente no pudo ser extraído debido al grado de calcinación de los restos. Pero, para el juez instructor no disponer de este aval no era algo imprescindible. Ya se sabía que "sin duda" aquellos restos pertenecían a dos niños de dos y de seis años e, incluso, la perito Josefina Lamas reconoció ante el juez el error de las conclusiones de su primer informe. Finalmente, reconoció que lo que tuvo ante sus ojos en la hoguera no eran simples huesos de roedores sino los restos de los cadáveres de dos pequeños niños, víctimas de la venganza de su padre hacia su madre.

La última oportunidad de José Bretón para demostrar su inocencia tuvo lugar el pasado 18 de junio ante el jurado popular que lo juzgaban por la comisión de dos delitos de asesinato. A unos escasos metros yo tomaba nota de su testimonio, pero sin perder detalle de su inquietante e impenetrable mirada. Bretón intentaba mostrarse como un padre ejemplar, que amaba a sus hijos y que había cuidado de su esposa. Intentó emocionar a la sala con un intento de lloro y recordando las palabras que le decía su hija para pedirle agua. Pero, todo ello no era más que una teatralización. Volvía una vez más a usar su armadura de hierro para esconder su verdadero ser. El de un hombre frío, calculador, guiado por su ánimo de venganza. Un hombre que no es capaz de aceptar una derrota y ver cómo la que era su mujer decidía poner fin a varios años de matrimonio. Un hombre villano que es capaz de idear un macabro plan y ejecutarlo por causar el máximo dolor posible a una madre. Un hombre que a día de hoy y después de celebrarse el juicio en el que ha quedado demostrado su culpabilidad, aún esconde datos que nunca se conocerán de lo que ocurrió aquel horrible 8 de octubre. Un hombre que llegó a ver arder los cuerpos de unos hijos que eran carne de su carne. Un hecho atroz que es imposible de aceptar para la razón humana.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios