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Diario de la pandemia. Día 1

El ‘sin techo’ también se queda en casa

Un hombre paseando a su perro por las calles de Barcelona, este domingo.

Un hombre paseando a su perro por las calles de Barcelona, este domingo.

EL hombre al que llevo viendo desde hace más o menos un par de meses está en la misma posición de siempre, como la del Doncel de Sigüenza, recostado al sol sobre la balaustrada que le hace de banco en el paseo de Torneo, con una bandada de palomas dándose un homenaje con los migajones que les sirve de un bocadillo que ha conseguido. Ha dormido en los bajos del Paseo Juan Carlos I. No se ha movido de su casa, como siguiendo las recomendaciones de las autoridades sanitarias y cumpliendo a rajatabla con lo que impone el estado de alarma decretado por el Gobierno. Otros sí se pasan eso por el forro: abajo, junto al río, hay ciclistas, corredores y paseantes con su actividad de un domingo cualquiera, como un domingo más del año. Debe ser para todos ellos “estrictamente necesario” salir a pedalear, a trotar o a dar zancadas. No, la gente no puede quedarse quieta. También hay algunos turistas en pantalones cortos con la piel casi transparente.

El sin techo sigue a lo suyo y yo a lo mío. Los dos mantenemos la distancia. Pero no tiene nada que ver con la seguridad. Es la misma de siempre. Así desde el primer día. La respetábamos desde mucho antes de la llegada del coronavirus. No guarda ninguna relación con la pandemia ni con un posible contagio. Tú haces tu vida y yo hago la mía, parecemos decirnos el uno al otro sin decirnos nada.

No es un día para pasear al perro con demoras ni parsimonia, hay que ir a tiro hecho. Algo rápido. Que haga lo suyo y a casa. Y sin embargo, por momentos la sensación es la de ir en picado pero a cámara lenta, así que reacciono a los síntomas del bajón pinchando en el móvil la versión de los Flaming Lips de What a Wonderful World.

Y la canción resuena en el paseo desierto. Los autobuses circulan vacíos. En la Alameda el silencio no debe diferenciarse demasiado del que percibiría en el cementerio si estuviera allí. Apenas hay alguien. Todos los bares están cerrados. No huele a café ni a tostadas. No hay niños jugando. La mayoría de los pocos que deambulamos con cierto aire de despiste, como desubicados en un lugar extraño, con un punto de desorientación, llevamos al lado un perro. Más de uno tuvimos la duda la noche del sábado: qué hacer con el chucho. Menuda preocupación. Es insultante, obsceno: los hospitales a toda máquina, personas muriendo por el puto bicho y otros con el incordio de los orines y las heces de la mascota. Me jodió haber pensado en eso, tener que pensar en eso, pero lo hice. El presidente Sánchez se refirió al enojoso asunto en su comparecencia sobre el decreto del estado de alarma al menos un par de veces, que yo recuerde, como algo que sí es estrictamente necesario: sacar a los perros a que se alivien. Me pregunté si él tiene uno. No lo sé. Pero si lo tiene desde luego podrá soltarlo por los jardines de la Moncloa. Su mujer no, que ha cogido el coronavirus.

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