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Arquitectura

San Telmo: el sueño de Borges

  • La joya civil de la arquitectura barroca sevillana volvió a abrir sus puertas en 2010 tras casi un lustro de clausura

Carlos Mármol

Subdirector Diario de Sevilla

Tiene nombre de barrio porteño. Evocativo. Polisémico. Rico. El Palacio de San Telmo, la joya civil de la arquitectura barroca sevillana, volvió a abrir sus puertas en 2010 tras casi un lustro de clausura. Cuando la actividad oficial desapareció de sus pasillos, la “cáscara maravillosa” que era el inmueble apenas se limitaba a la fachada principal, un par de torres y la primera crujía. Aparentaba ser un egregio castillo pero en realidad tres de las cuartas partes de su cuerpo estaban podridas, gastadas por el paso del tiempo, la desidia y los efectos de la última de sus remodelaciones, que convirtió lo que en un momento fue la residencia de los Montpensier en una colmena para seminaristas. Son hechos. En el imaginario sevillano, sin embargo, San Telmo pasaba por ser el símbolo de los sueños de nobleza y corte de la burguesía sevillana del XIX, de antiguo mucho más agraria que comercial.

La transformación del edificio, encomendada al arquitecto Guillermo Vázquez Consuegra, lo ha readaptado como sede administrativa integral, aunque de manera que la ciudad recupere un espacio histórico que, aunque fiel a su secreta tradición mestiza, pues se trata de un edificio sucesivamente alterado a lo largo del tiempo, no excluya la arquitectura contemporánea. Porque la contemporaneidad también es historia, mal que le pese a algunos costumbristas. El San Telmo de Vázquez Consuegra es como el sueño de Jorge Luis Borges: “un espacio de antiguas cosas, con la entrevista parra”. Un edificio que, igual que un tango, “está hecho de polvo y de tiempo”. Con un turbio pasado irreal que, de algún modo, es cierto. El edificio, que fue construido como primitiva Universidad de Mareantes en 1682, cuando el comercio de Indias era la sangre de la ciudad, ocultaba detrás de su majestuosa apariencia un sinfín de reformas desde que un humilde maestro de obras, Antonio Rodríguez, trazara su planta inicial junto a un recodo del Guadalquivir. Sólo después vinieron los arquitectos: Figueroa, que lo dotó de la monumentalidad que todavía conserva gracias a su portada, al patio central y una iglesia barrocamente moderna; y posteriormente Balbino Marrón, el arquitecto municipal que es el Gaudí del XIX sevillano. A él se deben tres de las cuatro fachadas y el Salón de los Espejos, acaso la pieza más hermosa, por recrear el mundo perdido, en realidad nunca existente, de una nobleza menor asentada sobre el edificio de los antiguos marineros hispalenses. San Telmo se ha convertido pues en un artefacto borgiano.

No sólo por la parra (que ahora es una obra de Carmen Laffón, situada en la entrada principal), los patios o el jardín trasero, inexistente cuando Vázquez Consuegra acometió la reforma. Se parece al sueño del escritor argentino porque, de una extraña manera, logra dar vida a lo que nunca existió: el mito de una Sevilla de factura vienesa. Al igual que Borges, que buceando en la historia de Buenos Aires hace revivir una ciudad supuesta, probable pero imaginada, la arquitectura ha resucitado, actualizándolo, un pasado que quizás estuviera intuido en el palacio, pero que formalmente, al menos, era mucho más ficcional que cierto. La primera fase de la reforma, que se abordó en la década de los años noventa del pasado siglo, ya permitió recuperar el cuerpo principal del inmueble, fijando (sobre todo en el Salón de los Espejos) una estética que, para muchos de los que visitaban el inmueble, parecía que siempre estuvo ahí. Que era eterna. Antigua. Una verdad a medias: cualquiera que hubiera entrado en el viejo seminario se habría dado cuenta de que la herencia recibida tras el acuerdo con la Iglesia no era precisamente grandiosa. La reinvención definitiva del Palacio termina aquella obra previa a la Expo 92 y entrega a los ciudadanos, sus propietarios reales, una joya barroca renovada gracias a la analogía, que, como es sabido, es una virtud intelectual y estética. No es una mera copia.

El proyecto del arquitecto sevillano, cuyo coste ha sido de 43 millones de euros, inversión que garantiza la pervivencia del palacio durante al menos un siglo, ha tocado las tres cuartas partes del inmueble, vaciándolo casi por completo, e introduciendo en su planta una serie de espacios, inexistentes cuando se cerró, que, siendo modernos, responden al mismo tiempo a algunos de los viejos principios que explican su génesis. Un ala norte remodelada (con una nueva entrada a la calle Palos de la Frontera), un eje central que ha recuperado por completo la vieja iglesia, nuevas escaleras y una misteriosa galería corrida que, en una planta enterrada, permite divisar los jardines desde el interior. El núcleo duro de la aportación de Vázquez Consuegra, sin embargo, está en el ala sur, donde Basterra había forzado la antigua asimetría del edificio original para crear dos patios idénticos. Consuegra sitúa sobre este enclave un mundo de patios, artesas de luz invertida y complejidad que, al tiempo que rinde homenaje a los orígenes de San Telmo, lo sitúan (con carácter propio) en los tiempos actuales. La envergadura del reto no era fácil: la reforma ha recuperado 34.000 metros cuadrados, de los que 22.000 corresponden al edificio propiamente dicho. ¿El resto? Los patios y los jardines. Incluso el aparcamiento subterráneo, donde reside, escondido, el verdadero espíritu de Vázquez Consuegra: un espacio de 16 metros de luz, corrido, sin pilares. El ascenso hacia la superficie desde su interior permite contemplar un nuevo edificio que emerge desde el barro de la historia. No es poco.

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