Arte

Balance de un panorama artístico

  • Destacan las colecciones del Museo Reina Sofía y el MACBA , más discutible resulta la ejecutoria del Museo del Prado

Juan Bosco Díaz de Urmeneta

Crítico de arte

Un mal año. Con ese auspicio se abría 2009. Más tarde la evolución del mercado del arte no pareció tan desastrosa: las ventas de las ferias, de Arco a Art Basel, no han sido precisamente malas, a juicio de los galeristas, si bien muchos han trabajado con valores seguros y a precios inferiores a los de años anteriores. Se estima, por ejemplo, que los precios de la Foire d’Art Contemporain (FIAC) de París han sido inferiores en un veinte por ciento a los del año 2008. Esta baja de precios, ya por sí significativa, se ha vivido con más claridad en el día a día de las galerías; alguna, importante, a las veinticuatro horas de inaugurar una muestra bajó los precios un treinta por ciento. A ello se añaden otros síntomas notorios de la crisis: dificultades financieras de más de una galería ante las restricciones crediticias que las han afectado como a tantas otras empresas, la proclividad de los coleccionistas a asegurar sus inversiones apostando por valores que consideran seguros (las obras clásicas han logrado buenas pujas en una reciente subasta en Sotheby’s) y la gran sensibilidad del mercado: el anuncio de los impagos de Dubai arrastró a la baja unos precios que parecían rehacerse en el segundo semestre.

Al acabar el año, las mejores perspectivas de los últimos meses impulsan, en opinión de muchos, al optimismo y añaden que, como todas las crisis, el mercado ha corregido el excesivo entusiasmo que empujaba al alza a ciertos autores y ha mostrado qué iniciativas carecían de consistencia. Pero tal apreciación, tan darwinista, no debe ocultar que la crisis también ha acabado con galerías de interés que comenzaban su andadura, y ha frustrado la producción de obras rigurosas. No es casual que en la Bienal de Venecia las piezas financiadas por administraciones públicas han abundado mucho más que en otras ediciones.

La Biennale nos lleva inevitablemente a hablar de este país que dedicó su pabellón a Miquel Barceló. Una decisión más que discutible porque en opinión de muchos (y en la mía) la obra reciente de Barceló se ha enquistado en fórmulas de escaso rigor, a lo que se añade la dudosa calidad y el coste desmesurado de su intervención en el Palacio de las Naciones de Ginebra. A ello se suma que su elección para el Pabellón de España se hizo sin tener en cuenta la opinión de las asociaciones de críticos y de directores de museos y centros de arte contemporáneo. Esto contravenía un compromiso del Ministerio de Cultura: respetar el Código de Buenas Prácticas. En este aspecto el año ha sido movidito: mientras administraciones autonómicas o locales aceptaban el Código, sometiendo la elección de directores de centros de arte a concurso, otros, como la Sala Rekalde (Diputación Foral de Vizcaya), ignoraban el requisito. Las Buenas Prácticas se limitan por ahora a asegurar que la dirección de los centros de arte sea profesional y no se confíe a personas cuyo único mérito sea tener la confianza de la administración de turno. Un intento loable aunque no debería ser el único: los cortos presupuestos de muchos centros y la precariedad de quienes trabajan en ellos exigirían además revisar las políticas culturales y artísticas, especialmente la obsesión por abrir entidades que después, mal financiadas, apenas logran subsistir dignamente.

Pero el año, en España, no ha sido del todo negativo. En su haber hay que anotar la nueva instalación de la colección del Museo Reina Sofía y la excelente exposición de la del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona. La colección del Reina Sofía diseña un recorrido por el arte del siglo XX, esclareciendo con documentos (fotos, películas, textos) las diversas obras. La propuesta es, como todas, discutible y ha suscitado diversas críticas. Un signo, al fin, de vitalidad. Bueno sería que se invitara a expertos que sucesivamente hicieran otras lecturas de la colección. Hay en ella evidentes vacíos (lógicos en un país como el nuestro que vivió de espaldas a la modernidad durante casi dos tercios del siglo XX) pero también posee puntos fuertes que sugieren otras narrativas. La colección del MACBA, aunque más limitada en el tiempo (se inicia en torno a 1950), tiene gran interés: se abre con un excepcional Clyfford Still que encaja a la perfección con obras de Guerrero y Tàpies, incluye obras de clásicos del vídeoarte -Joan Jonas o David Lamelas- y se cierra con un trabajo de Francesc Torres, El campo de la Bota, que detalla la historia de la represión que yace bajo la más reciente zona de expansión urbanística de Barcelona.

El esfuerzo de ambos museos contrasta con la ejecutoria reciente del Museo del Prado. Ya en febrero la exposición de Francis Bacon, por su misma calidad, volvía a evidenciar las limitaciones de las nuevas salas: muchos cuadros apenas respiraban. Después vino la muestra de Sorolla. Una pesadilla para la dirección del museo, temerosa de que el número de visitantes superara las cifras de la exposición Velázquez de 1990. Hay éxitos que queman las manos del triunfador. Hacen pensar que algo no anda bien: ¿por qué medir la excelencia de un museo cuantitativamente (por la cifra de ventas, como una empresa comercial) y no por la calidad de sus iniciativas en la revisión de problemas artísticos o en la investigación (como ocurre con las universidades)? Abordar con rigor cuestiones como ésta entrañaría revisar muchas políticas culturales al uso. Tendría también alguna ventaja: evitar que el Prado se convierta en marca y termine abriendo sucursales, como el Guggenheim, aunque no sería, probablemente, en Abu-Dhabi.

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