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Tiempos de arte

Courbet, las exigencias del realismo

  • En 'El taller del pintor', un enorme cuadro que su creador hizo en poco más de seis meses, el artista francés se inspira en la realidad de la calle y deja que la nueva sociedad invada su estudio

'El taller del pintor'. Lado izquierdo.

'El taller del pintor'. Lado izquierdo.

Los géneros artísticos no son neutros, menos aún inocentes. Con ellos una sociedad o una cultura deciden qué debe llevarse al lienzo o a la escena, y de qué modo ha de hacerse. En la pintura tradicional, el género superior era el de historia, paralelo a la tragedia en el teatro. Todavía en el siglo XIX Ingres se enfurecía cuando lo consideraban buen retratista o gran dibujante en vez de pintor de historia. Los cuadros de historia se ocupaban de temas y sobre todo de personajes elevados: dioses, héroes, santos y nobles. No faltaban los malvados o crueles, pero siempre movidos por una singular pasión.

En un nivel diferente, la pintura de género. Cercana a la comedia en el teatro, su menester era la vida de artesanos, comerciantes, campesinos o soldados. Poco tenían de heroico o solemne estos cuadros que oscilaban entre la reseña amable y pintoresca del día a día o de la fiesta, y la requisitoria moral porque en estas gentes, la ambición se degradaba en codicia, el amor en lujuria y el orgullo en jactancia. Esto no disminuye la calidad de las obras, las de Pieter Brueghel son excelentes y a veces señalan con intención el delirio del héroe, como en Paisaje con la caída de Ícaro. Pero es significativo que, en ese mismo cuadro, labrador, pescador y pastor ni siquiera vean al joven perdido en las aguas: ¿qué sabían ellos de pasiones audaces?

'El taller del pintor'. Detalle del centro. 'El taller del pintor'. Detalle del centro.

'El taller del pintor'. Detalle del centro.

Los géneros tradicionales encierran así una jerarquía. Erosionada por el interior holandés (signo de una burguesía urbana) y por obras como Mr and Mrs. Andrews de Gainsborough, índice de la gentry, empresarios de la tierra, no meros rentistas, la ruptura se produce en el siglo XIX. Persisten quienes cultivan formas del pasado: disfrazan a las jóvenes burguesas de damas nobles o ponen seda donde sólo hay rayon, pero la calle desmiente esas obras. El artista, dice Baudelaire, ha de buscar en la calle, donde la nueva sociedad –que ansía verse a sí misma– vive sus dramas, o dejar que la calle invada su estudio, como hizo Courbet en el Taller del pintor, un enorme cuadro (359 x 598 cm) pintado en poco más de seis meses.

Courbet ya había llevado al lienzo la burguesía rural en Un entierro en Ornans. El friso de mujeres de luto y varones con levita negra hace pensar en los Rougon-Macquart, saga de Zola situada casi en las mismas fechas en que Courbet llevó al salon de la academia esta obra con formato de cuadro de historia (315 x 660 cm) y contenido que muchos tacharon de vulgar. Pero el Taller va más allá. En su estudio de París (aunque hizo el cuadro en Ornans) sitúa a la nueva sociedad. A la izquierda, más allá de los rasgos ácidos (Napoleón III como cazador furtivo o el periodista Girardin, enterrador de la República, como empleado de pompas fúnebres), lo decisivo es una sociedad dividida con intereses contrapuestos. Así escribió a Champfleury (amigo, novelista y crítico) que ocupa lugar destacado a la derecha del cuadro, entre poetas (Baudelaire), pensadores (Proudhon) y en el extremo, la libertad de dos amantes.

'Los picapedreros'. 'Los picapedreros'.

'Los picapedreros'.

¿Qué hace mientras el artista? Entre ambos grupos, pinta. No un drama social (ya lo hizo en Los picapedreros, dos trabajadores sin rostro) sino un paisaje. Un niño campesino mira la mano del artista. El muchacho está separado del cuadro. Mucho más que el pintor que, pegado al lienzo, casi forma parte de él. El paisaje termina, abajo, en un salto de agua que se prolonga en el agitado cuerpo del gato, las ropas en desorden de la modelo y la caída de la tela con que ella se cubre. Sobre esa dilatada agitación se levanta el cuerpo de la muchacha. Para algunos es una metáfora de la verdad, Michael Fried prefiere verla como paralelo y prolongación del cuerpo del pintor. El artista aparece así entre dos fuerzas de la naturaleza: el propio paisaje y el empuje del afecto que, como sugiere el cuadro, lejos de ser distintas son una misma potencia.

Puede que esta sea la clave del cuadro: el artista ya no se contenta con la mirada distante que ordena las figuras según la geometría y la óptica, sino quiere ser alguien que de algún modo se integre en el cuadro, forme parte de él. Courbet evita el ilusionismo. En El taller sujeta con los pinceles una espátula. Prefiere la mancha, la potencia del pigmento a la exactitud de la línea y al cuidado claroscuro. La materia pictórica, en su desnudez, organiza cuerpos y objetos para que así, como materia, lleguen, antes que a los ojos, al cuerpo del espectador. Tal vez sea esta una de las claves del realismo: no persigue la exacta correspondencia al detalle ni se satisface con la elegante apariencia que, ilusoria, queda siempre encerrada en el lienzo. Desea más bien provocar el desconcierto, presentando cuerpos y figuras que se resisten al nuestro.

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