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'Montañés. Maestro de maestros' | Crítica

El talante clásico de Juan Martínez Montañés

  • El Bellas Artes de Sevilla revela la osadía del escultor al evitar cualquier exceso de expresión, sin negar por eso la evidencia del dolor ni suavizarla, y su capacidad de extender el ritmo por las figuras

Detalle del Cristo de los Desamparados del Santo Ángel.

Detalle del Cristo de los Desamparados del Santo Ángel.

Dos figuras del santoral cristiano gozaron de especial privilegio entre los humanistas, Juan Bautista y Jerónimo. El Bautista aparecía como un joven que marcha al desierto, vive entre fieras, viste una sucinta túnica de pieles de animales y anuncia un modo de vida alternativo. Un compendio de mitos y esperanzas para quienes buscaban otra visión de la naturaleza y una comprensión de las cosas tan nueva que algunos dicen querer construir una nueva mente. El Bautista sufre así ciertas mutaciones: algunas (de Leonardo a Rafael) acercan su figura a la de Dionisos. El caso de Jerónimo de Estridón es diferente. Se valora su retiro y su soledad en el desierto, pero sobre todo, su saber. El conocimiento de lenguas que le permiten verter los textos bíblicos al latín es un rasgo clave para los humanistas que quieren rescatar en el griego, el hebreo y el árabe, las huellas gnósticas, los enigmas de la Cábala y los secretos de la medicina y la magia.

Las dos figuras cobran especial realce en la obra de Montañés. Entre las del Bautista, la más convincente es la que abre la muestra (procedente de San Isidoro del Campo): un consistente varón al que hacen crecer los pliegues ascendentes del manto, mientras la túnica forma en torno al cuello un delgado círculo de piel que conecta con el cabello y la barba, subrayando la cabeza. El suave contraposto da a la figura el ritmo preciso y la une, con la ornamentación del estofado, a la tradición clásica. En el relieve del Monasterio de San Leandro, el Bautista en éxtasis (singular oblicua) recupera las facciones adolescentes, mientras el del Monasterio de Santa Clara (obra menos cuidada) se acerca a la figura del efebo.

Las figuras de Jerónimo de Estridón tienen como poderoso precedente la obra de Torriggiano que en su tiempo fue encargada por los Jerónimos de Buenavista. Su patetismo lo traslada Montañés, en una primera obra, a una figura (que se conserva en Llerena) en exceso dramática. Unos años después le encargan los Jerónimos de San Isidoro del Campo una figura que aquí se expone fuera del altorrelieve, en bulto redondo. Es una obra mucho más serena: al agitado gesto sucede una actitud de contenida firmeza. Las tres obras se han reunido en el crucero del antiguo templo mercedario, completándolas con otro penitente, Domingo de Guzmán, que culmina este giro de la expresión a la forma. Logra la mayor eficacia mediante la anatomía: un cuerpo sereno y decidido que crece desde el exacto modelado del hábito blanco.

Virgen de la Cinta de la Catedral de Huelva. Virgen de la Cinta de la Catedral de Huelva.

Virgen de la Cinta de la Catedral de Huelva.

El Renacimiento convirtió a la Virgen-Diosa medieval en una mujer cuya santidad surge de la entereza y la belleza de la figura. Así ocurre en Montañés, dos Madonnas. La Virgen con el Niño (San Isidoro del Campo, 1609-10) y la llamada de la Cinta (Catedral de Huelva, 1616). La primera, de menor altura, tiene disposición frontal con la cabeza ligeramente inclinada hacia el niño que sostiene en su mano izquierda. El leve contraposto de la pierna derecha le otorga dinamismo, acentuado por la oblicua ascendente del manto. Mucho más sencilla es la Madonna de la Catedral de Huelva. La disposición también es frontal, el tronco gira levemente hacia el niño a su izquierda pero mantiene la cabeza levantada, la mirada baja (como en las Inmaculadas) y el rostro realzado por la toca y el cabello. El ritmo se extiende por toda la figura. Casi desaparece el contraposto porque la túnica es sobre todo un volumen en el que reposa la vibrante figura.

Inmaculada de la iglesia sevillana de San Andrés. Inmaculada de la iglesia sevillana de San Andrés.

Inmaculada de la iglesia sevillana de San Andrés.

Mención aparte exigen las Inmaculadas. La fuerza que adquiere esta devoción y el símbolo hecho canon (el pasaje del Apocalipsis referido a la Iglesia) unifica a las imágenes. La muestra incluye cinco obras. Privadas, con buen criterio, del círculo de estrellas, aparecen con la luna bajo los pies y a veces (como en La Cieguecita), el manto abierto y el brillante estofado materializan el atributo vestida de sol. Con aspecto más joven que las madonnas, la mirada siempre baja hace que los ojos se curven (recordando a los ojos rasgados frecuentes en el Giotto). Sorprende en La Cieguecita: la potencia de su volumen. La hornacina que la aloja en la Catedral de Sevilla sólo permite una visión frontal, ocultando la fuerza que posee la obra en bulto redondo.

Cristo de los Desamparados (iglesia del Santo Ángel, Sevilla). Cristo de los Desamparados (iglesia del Santo Ángel, Sevilla).

Cristo de los Desamparados (iglesia del Santo Ángel, Sevilla).

La exposición se cierra con los dos grandes crucificados, el de la Clemencia (o de los Cálices) y el de los Desamparados (Iglesia del Santo Ángel). Son obras que dan fe del clasicismo de Montañés, que he ido subrayando al recorrer sus trabajos. La idea que paso a paso talla la forma de los crucificados evita cualquier exceso de expresión, sin negar por eso la evidencia del dolor ni suavizarla. Ariosto, creo recordar, escribió: "cuando el justo calla en el tormento, un dios levanta la voz por él". Esa grandeza es la de estas figuras que sintetizan el arte (y la osadía) de Juan Martínez Montañés.

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