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Lola y sus hermanos | Crítica

Fraternidad y buenos sentimientos

Una imagen de la película.

Una imagen de la película. / D. S.

Tres hermanos de una ciudad francesa de provincias se reúnen puntualmente ante la tumba de sus padres como ritual y pretexto para verse de vez en cuando: Lola (Ludivine Sagnier) es abogada especialista en divorcios, Pierre (José García, siempre excelente) acaba de perder su trabajo en una empresa de demoliciones y Benoit (Jean-Paul Rouve, también director de la cinta) se pelea a diario con sus nuevas máquinas para elegir el color de las gafas en la óptica que regenta antes de casarse por tercera vez.

Lola y sus hermanos presenta y matiza pronto a sus tres protagonistas con una mezcla de caricatura amable, diferencias complementarias y cierto tono costumbrista, en lo que apunta hacia la comedia como marco para un estudio de personajes y un retrato contemporáneo de los vínculos de sangre en tiempos modernos marca de la casa del escritor David Foenkinos, a la sazón coguionista de la película.

Empero, pasados los gags iniciales de la boda, la presentación de los nuevos cuñados y del resto de personajes y tramas satélite de las tres familias en juego, la cinta va cogiendo poco a poco un cierto sesgo dramático en el que las pequeñas bufonadas se combinan ya de forma bastante lograda con el drama, las crisis personales y los avatares de unas vidas de clase media (el paro, la maternidad, la soledad, la dificultad para el amor…) en las que no será difícil reconocer identificaciones básicas y elementales.

Sobre las indudables prestaciones de sus tres intérpretes protagonistas, que no así tanto sobre otras cuestiones de puesta en escena, Lola y sus hermanos consigue mantenerse en pie e incluso caminar con soltura en su concepto de dramedia cotidiana sobre gentes reales, aunque en su trayecto acabe pesando demasiado el destino hacia un desenlace optimista y conciliador en todos sus frentes abiertos, canto a la fraternidad y al happy end como solución a los problemas de la vida y la ficción.

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