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El blues de Beale Street | Crítica

Una historia de amor y dolor

Una imagen de la película.

Una imagen de la película. / D. S.

En una hermosa y muy representativa fotografía se ve al escritor James Baldwin (1924-1987) flanqueado por Charlton Heston, Marlon Brandon, Sidney Poitier y Harry Belafonte en la histórica marcha sobre Washington por los derechos civiles. Era 1963. Hacía una década que Baldwin, uno de los nueve hermanos de una familia negra de Harlem marcada por la pobreza y el abandono del padre, había publicado su primera novela, la autobiográfica Ve y dilo en la montaña, a la que habían seguido otras cuatro novelas, dos ensayos y una obra de teatro.

En el 63 Bladwin era ya una referencia en la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos y otros colectivos entonces marginados, como los homosexuales. Buscando nuevos horizontes para convertirse en escritor –tarea nunca fácil y menos para un negro pobre y homosexual en la Norteamérica de los años 40– vivió en Francia, como hicieron no pocos músicos negros, desde 1948 buscando un entorno más tolerante. Allí escribió en 1974 la novela Si la calle Beale hablara, traducida al español como Blues de la calle Beale. La calle Beale de Memphis es un símbolo de la cultura afroamericana por su importancia en la historia del blues y el jazz desde que a principios del siglo XX el gran W. C. Handy –llamado el padre del blues– se estableció allí.

Barry Jenkins, que se dio a conocer en el largometraje con la premiada Medicine for Melancholy (2008) y se consagró con Moonlight (2016), ganadora de tres Oscar, entre ellos el de mejor película, ha escogido esta novela para el difícil reto de mantener el prestigio logrado con su anterior película. Y lo ha logrado.

El blues de Beale Street es una hermosa y dramática historia de amor llena de una limpieza rara de verse en el cine actual. Sus dos jóvenes y enamorados protagonistas tienen el nimbo de inocencia y juventud –y sufren la misma y dramática presión de su entorno– que los protagonistas de Esplendor en la hierba y West Side Story. Las he recordado durante la visión de esta película porque el rostro de la debutante Kiki Lane (en realidad diez años mayor que el personaje que interpreta) está filmado de tal forma que recuerda la rara mezcla de seducción e inocencia, atractivo sexual e indefensión sentimental que hizo única a Natalie Wood.

Tish (Kiki Lane) y Fonny (Stephan James) son dos jóvenes enamorados en el Harlem de los años 70. Al poco de saberse que ella está embarazada y de hacer los planes de boda él es acusado de una violación y detenido. Tish y su madre (una formidable Regina King, aunque sería injusto no mencionar junto a ella la breve pero tremenda interpretación de Aunjanue Ellis como su consuegra) lucharán para demostrar su inocencia.

Contada sin respetar el orden temporal de los hechos la película, como Moonlight, tiene la rara virtud de aunar drama romántico y denuncia, delicadeza y dureza, vuelos líricos –extraordinaria fotografía de James Laxton, soberbia banda sonora de Nicholas Britell, angulaciones de refinado esteticismo– y realismo. Este difícil equilibrio la libra –por los pelos, a veces– de caer en el esteticismo, amaneramientos y efectismos. No sé si por ello, basándose en declaraciones del director o por inspiración propia, muchos colegas han citado como una de las fuentes de esta película a Wong Kar-wai. Yo no he sido capaz de apreciarlo, afortunadamente: esta película no es un pastelito de colorines con música de caramelo.

Es más, encuentro su mayor grandeza, no en esas audacias líricas que hubieran podido cargársela, sino en los primeros planos con que se resuelven los encuentros entre los enamorados –aunque los separe un cristal carcelario– o entre ellos y sus amigos, y en las escenas familiares. Más se centra en los actores y más los recluye en los límites de una habitación o de un primer plano, más crece esta hermosa película.

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