Crítica 'La caza'

Otras cazas, nuevas brujas

La caza. Drama, Dinamarca, 2012, 115 min. Dirección: Thomas Vinterberg. Guión: Tobias Lindholm, Thomas Vinterberg. Fotografía: Charlotte Bruus Christensen. Música: Nikolas Egelund. Intérpretes: Mads Mikkelsen, Thomas Bo Larsen, Annika Wedderkopp, Susse Wold.

Si se combinaran The Children's Hour de Lillian Hellman -llevada al cine dos veces por Wyler como Esos tres y La calumnia-, La letra escarlata de Nathaniel Hawtorne y Las brujas de Salem de Miller se obtendría algo parecido al guión de esta película. Trata de como una mentira, dicha por labios inocentes y creída por una comunidad sugestionada, puede destruir una vida. Trata de las modernas formas que adopta el puritanismo en sociedades que creen haberlo dejado atrás. Trata de la denuncia que convierte al denunciado en reo sin que medie un juicio. Trata de una colectividad normal transfigurada en monstruosa al unirse como manada. Trata de un buen hombre que rehace su vida tras un divorcio, que quiere reconquistar el afecto de su hijo, que es apreciado como maestro por sus alumnos y sus padres, que se integra como un buen vecino más en una comunidad civilizada y encantadora (eso sí: con una pinta un poco vikinga y bestia desde el principio). Hasta que una niña le acusa de pederastia. Desde ese momento, sin prueba alguna en su contra, se desata la caza del inocente.

Vinterberg es un realizador inteligente que abandonó Dogma -la engañosa pero hábil franquicia que volvió a situar el cine nórdico en primera línea mundial- tras ser uno de sus fundadores (aunque, desgraciadamente, olvidó recuperar el trípode para la cámara). Aquí afronta con valor un tema tabú en la sociedad actual: ¿qué sucede cuando un niño lanza una falsa acusación de pederastia? El delito es tan odioso, su proliferación a través de las redes sociales es tan alarmante y la inocencia profanada causa tal repugnancia, que arrojar siquiera una sombra sobre la veracidad de la acusación causa un hondo malestar. Sucede con esto como en el caso de las mujeres maltratadas: un drama tan grave que las denuncias falsas, además de ser siempre menores con relación a las auténticas, se acallan o desacreditan como una forma de negacionismo del mal mayor de la violencia de género.

Con valor Vinterberg cambia los roles de víctima y verdugo. Y con lucidez no condena al pequeño verdugo, más bien víctima de circunstancias que le impulsan a creerse sus mentiras sin distinguir entre lo imaginado y lo vivido. Como tampoco condena sumariamente a la colectividad que, horrorizada por la culpa denunciada, lincha por acción u omisión a quien cree culpable. Eso sí: los juzga representando su propensión a dar crédito a lo peor sin prueba alguna, como si el mal se impusiera por sí mismo sin necesidad de ser demostrado. Hay juicio moral sobre las actitudes de linchamiento (porque desde Dies irae de Dreyer a esta película, en la que no falta el pastor con hábito negro y gola, parece que los muy civilizados daneses tienen una cierta propensión a ver brujas o pederastas donde no los hay). Pero no maniqueísmo.

El estilo elaboradamente simplificado y las portentosas interpretaciones de Mads Mikkelsen -ese gran actor con aire de Jack Palance dulcificado y promiscua filmografía- y Susse Wold (la directora de la guardería) dan veracidad a las imágenes y desgarro al personaje, cuya exclusión se llega a sentir como en carne propia. Porque se trata de una película que suscita poderosas sensaciones físicas. Sólo dos reparos, el final más confuso que abierto y una pregunta que nunca ha dejado de intrigarme: ¿por qué quienes según las estadísticas tienen una mayor calidad de vida, cuando escriben y ruedan reflejan una realidad tan oscura? El secreto nórdico.

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