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Cine

Hasta el fin de las historias

LA muerte de Alain Resnais nos ha cogido a contrapelo. Y no porque, a sus 91 años, no le hubiera llegado ya la hora, sino porque, precisamente, lo veíamos hace apenas dos semanas en aparente plenitud de forma y jovialidad, con su pelo blanco, sus gafas de sol, su camisa roja y su corbata negra, haciendo bromas a fotógrafos y periodistas en el Festival de Berlín, a donde fue a presentar la que será, ya sí, su última película, Aimer, boire et chanter, un título que se nos antoja toda una declaración testamentaria de intenciones de quien ha sido uno de los cineastas más importantes, estimulantes e inimitables del cine moderno.

Sabíamos de los problemas de salud de su compañero de promoción Jacques Rivette, también del parón del rodaje de la nueva película del centenario Manoel de Oliveira, pero nada hacía presagiar que las energías vitales de Resnais pudieran estar languideciendo, menos aún después de haber asistido en los últimos años a la sucesión de un ramillete de películas, Asuntos privados en lugares públicos, Las malas hierbas y Vous n'avez encore rien vu, que posiblemente se encuentren entre lo mejor de su carrera, que ya es mucho decir en una carrera como la suya: cintas crepusculares y luminosas, libres y juguetonas, livianas y profundas, volátiles y sólidas, humorísticas y mortuorias, siempre reflexivas y autosuficientes, auténticas piezas de orfebrería cinematográfica al vacío en las que reunió a su troupe habitual de actores cómplices, su esposa Sabine Azema, André Dussollier o Pierre Arditti, para regenerar el legado de ese nuevo cine que él contribuyó a forjar desde mediados del pasado siglo en estos tiempos de anorexia minimalista y autorismo con corsé.

Resulta demasiado fácil decir que este Resnais del siglo XXI, que venía ya impulsado por ese maravilloso díptico dramático-musical de Smoking/No smoking y On connait la chanson, era un cineasta joven y renacido, tan inquieto como el de los días de Hiroshima mon amour, Muriel y El año pasado en Marienbad, pero es que es una verdad como un templo. Si me apuran, este último Resnais se nos antoja más libre, cálido y sabio que nunca, más consciente del gozo de hacer cine, de compartir el trabajo con los suyos, de confiar, como hizo siempre, en un espectador inteligente, capaz de acompañarlo en esa búsqueda del placer de las formas y el relato, de entrar con él en ese laberinto de historias infinitas, canciones populares, tonos pastel, luces de neón, nieve artificial y travellings eternos.

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