Remake de la película sueca Un vecino llamado Ove que, a su vez, de ahí quizás que haya interesado a Hollywood, tiene mucho que ver con otras comedias americanas sobre tipos antipáticos cuyo carácter acaba dulcificando un vecino o un encuentro fortuito, a su vez inspiradas en el Scrooge dickensiano, que tuvieron en Mejor imposible, A propósito de Schmidt -en ambas con Nicholson como el antipático por excelencia- o Gran Torino algunas de sus versiones más recordadas (y en la Bessie Popkin del relato breve La llave de Isaac Bashevis Singer la más emocionante plasmación literaria del tema en versión femenina).

¿Era necesario este remake? No. ¿Por qué? Porque aporta poco al original. Este poco se llama Tom Hanks, actor siempre fiable, presencia siempre segura, atractivo para la taquilla siempre eficaz. Interpretando a este viudo (los vecinos antipáticos de las películas suelen serlo) redimido de sí mismo por una vecina hispana (como Nicholson por Helen Hunt en Mejor imposible y por Kathy Bates en A propósito de Schmidt, o Eastwood por la familia oriental en Gran Torino) que poco a poco va haciendo emerger al Hanks que el público reconoce, el buenazo de siempre. Nicholson y Eastwood eran un cara vinagre y un cara palo redimidos que al final atenúan su expresión agria, Hanks es un cara simpática que hace de cara vinagre o cara palo para al final recuperar su conocida expresión bonachona.

La dirige con corrección pero sin inspiración un Marc Forster muy alejado no solo de la eficacia espectacular -lógico: está en otro registro- de su bondiana Quantum of Solace y su apocalíptica Guerra Mundial Z, sino de la dureza de Monster’s Ball y de la dulzura de Descubriendo Nunca Jamás, registros que habrían podido dar más fuelle, siguiendo la evolución del personaje, a esta película. Pero hace una década que perdió su camino más creativo. Y sigue sin encontrarlo.