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Crítica 'Un monstruo viene a verme'

Un precio demasiado alto para las lágrimas

Un monstruo viene a verme. Fantástico, España, 2016, 108 min. Dirección: Juan Antonio Bayona Intérpretes: Liam Neeson Felicity Jones, Sigourney Weaver, Lewis McDougall.

La relación entre los niños, el dolor y la muerte es el tema más grave que pueda abordar no solo el cine o la literatura, sino la filosofía y la teología. Para Albert Camus el sufrimiento de los niños era un obstáculo insalvable para la creer en Dios. Conocida es la réplica del doctor Rieux al sacerdote en La peste: "Yo tengo otra idea del amor y estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados". Hace tres mil años que el ser humano -desde Job- se enfrenta al enigma del dolor del inocente.

El lector puede preguntarse a qué viene tanta sustancia para tratar de una superproducción fantástica hecha para abarrotar los cines de espectadores y los ojos de lágrimas. Pues a que su núcleo es el dolor de un niño dañado por la separación de sus padres, afectado por el acoso escolar y que en tan débiles condiciones ha de enfrentarse al cáncer terminal de su madre. No he leído la novela, que tiene una curiosa historia tras la que podría latir un dramático punto de sinceridad: la concibió la escritora Siobhán Dowd, que no pudo escribirla al fallecer a causa de esta enfermedad con 47 años, y la escribió Patrick Ness. Ignoro cuánta autenticidad emocional pudo perderse en este trasvase de la experiencia personal del dolor a su recreación puramente literaria. Y cuánto pueda haberse perdido en el otro trasvase de la novela de Ness y el guión escrito por él mismo a la película de Bayona. Dejando aparte el hecho fundamental de que una novela -aún ilustrada como es el caso de esta- ofrece más oportunidades al pudor que el cine.

Bayona es un muy buen director artesanal, como demuestran El orfanato y Lo imposible, que lo han encumbrado como un gran nombre del cine comercial internacional (está fichado por Spielberg para Jurassic World II) y como el más taquillero de la historia del cine español hasta que Ocho apellidos vascos le superó. Pero no llega a ese grado de renuncia, depuración y virtuosismo que permiten al gran cine tratar con respeto y sin manipulación emocional el tema del desamparado dolor de los niños ante la enfermedad y la muerte. Su película, excelente en muchos sentidos, embarranca en este importante escollo en el que ética y estética guardan la más estrecha correspondencia. El orfanato se permitía las licencias del terror y Lo imposible -basada en hechos reales- las del melodrama de catástrofe con final feliz. Pero aquí Bayona está frente al problema mayor planteado a la experiencia humana trasladado al terreno de una ficción fusionada con lo fantástico. Triunfa como hábil narrador y estrujador de corazones. Pero al precio de tratar con superficialidad tan delicada materia y de estrujarla sin pudor para provocar la lágrima.

Así que a quien esto escribe esta buena película, llena de momentos brillantes, perfectamente realizada, con una más que interesante utilización creativa de los recursos virtuales (lo mejor) y muy buenas interpretaciones, le plantea un problema ético que le ha evocado otro melodrama -este sin adornos fantásticos- con hijo, madre agonizante y abuela: aquella La fuerza del cariño (J. L. Brooks, 1983) que la Academia (5 Oscar) y el público adoraron y un servidor aborreció. Entre los historiadores y críticos de cine es conocida la crítica despiadada que Rivette hizo a Kapò de Pontecorvo por incluir un plano -¡uno solo!- efectista y sentimental en una película sobre los campos de exterminio. Pues eso. En este caso no se trata de estetizar o exprimir una tragedia histórica y colectiva, pero sí una tragedia privada e -insisto porque es lo más grave- con un niño como protagonista. Me sobran sueños, explicaciones de autoayuda, cuentos o fantasías frente a la dura realidad de una enfermedad terminal -representada, y este es otro reproche, con una dureza limada o un realismo aséptico- vista a través de unos ojos infantiles. Le diría a Bayona lo que el doctor Rieux de La peste al cura: su película está muy bien, pero "estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados". Aunque aquí creación solo tenga un modesto sentido cinematográfico.

Leo estos días la admirable, como todos sus libros, Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial (su subtítulo original es más expresivo: Cien relatos nada infantiles), que reúne testimonios de niños que vivieron la invasión nazi de Rusia. Creo que le podría hacer mucho bien a Bayona leerla. Cuatro líneas de uno de ellos superan a su pulcra, bien realizada y muy profesional película: "Tenía cuatro años… Me imaginaba la guerra como un bosque grande y oscuro, y dentro, la guerra. Algo terrible. ¿Por qué en el bosque? Porque en los cuentos lo más horrible ocurría siempre en los bosques".

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