Los días imáginados

Cristo muerto en la tarde

  • El Crucificado de la Buena Muerte sale directamente a la calle San Fernando y recorre la Plaza Nueva. Queda la sensación de que se nos va escapando, como de una sombra a otra.

TRES años sin salir requieren una compensación de, al menos, otros tres años saliendo. En 2014, el Cristo de la Buena Muerte volvió a recorrer las calles de Sevilla el Martes Santo. Hoy volverá y pasará por un itinerario rectificado, que incluye el discurrir por la calle San Fernando saliendo directamente desde la Puerta del Rectorado. Y, más adelante, no pasará como la última vez por la calle Badajoz para salir por un lateral de la Plaza Nueva hacia la calle Méndez Núñez y la plaza de la Magdalena, sino que recuperará su itinerario antiguo, que era por Jimios y Barcelona, hasta salir a la Plaza Nueva y pasar por delante del Ayuntamiento, para seguir a la calle Tetuán, camino de la Campana.

Ese recorrido por la Plaza Nueva era corto. Quizá dos o tres chicotás de sus costaleros, en las que veíamos al Cristo de la Buena Muerte de una esquina de la plaza a otra, desde una sombra a otra, desde un sueño a otro, desde un misterio al mismo misterio. ¿Qué tenían esos minutos para que no existiera el tiempo? Nadie lo podría decir, pero había un parón repentino del mundo, que sólo oscilaba a su vera. Ese Cristo iba muerto, rotundamente muerto, entre el silencio de una tarde que todavía no había declinado, que aún mantenía el sol bruñido y cálido que está virando a un dorado añejo, donde la luz es acogedora y apenas ilumina, pero envuelve en un aura que no parece de este mundo.

Cristo elevado entre los lirios morados, o entre los claveles de ese rojo oscuro que evoca la sangre. Cristo que no necesitaría flores siquiera, pues su muerte está floreciendo en el árbol de la cruz, y el leño del dolor se torna en semilla de Vida Eterna. Cristo que va en ese silencio que es el de los sepulcros hondos, el de las profundidades metafísicas que se diluyen en unos tiempos remotos que se hacen hoy presentes.

Cristo que va custodiado por vencejos, que han bajado de los cielos para respetar su muerte, para tejer arabescos con sus vuelos en la tarde y poner el débil murmullo que se oye al fondo, como si fuera el acento del silencio. Cristo que se nos va escapando, como un suspiro que no podemos retener, que nos gustaría que se quedara siempre con nosotros, que debería ser una visión de foto fija, pero que se nos revela hoy como un camino, en el que hay que seguirlo, tan esperanzados como desesperadamente, porque no es fácil llegar a su lado.

Cristo que en algún instante se nos ha ido por la calle Tetuán y ya no lo vemos, hasta que lo busquemos más tarde, cuando salga de la Catedral y emprenda el regreso a la Universidad. A su lado, miles de nazarenos vienen estudiando esa lección de amor que empezó a impartir en la vieja iglesia de la Compañía, en aquel templo de la Anunciación desde el que se mudó a la Universidad. Generaciones tras generaciones, sus nazarenos han encendido el pabilo del cirio a su lado, para regar de cera las calles de sus vidas, como si fuera el recordatorio de que sólo esa sed nos salva.

El Cristo de la Buena Muerte es otro portento que salió de la mano de Juan de Mesa. El Señor que cargó con su cruz en el Gran Poder es el que después intenta convertirnos, desde la cruz del calvario de Montserrat, para que seamos como el Buen Ladrón que le roba el amor. Ese mismo Jesús, que estaba angustiado (pero vivo) en las otras representaciones, ha muerto en la cruz. La Buena Muerte es el contraste supremo. Porque aquí no aparece con el realismo terrible de esa tortura que lo ha masacrado, sino que ha sido embellecido con la eternidad, que fluye como el agua viva. Y así Juan de Mesa creó la Buena Muerte según Sevilla.

Hoy vuelve a la Plaza Nueva, para pasar en sólo unos instantes, en un suspiro, en el vuelo de un vencejo, cuando el tiempo no existe, o somos nosotros los que morimos en su mismo sueño.

Joaquín

León

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