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Los días imaginados

Luz del Domingo de Ramos

  • Quizá no la vean todos, pero hay una luz que sólo aparece en el comienzo de la Semana Santa Empieza a nacer en el Parque, cuando llega el Señor de la Victoria en su paso dorado

EXISTE una luz que es patrimonio exclusivo del Domingo de Ramos. Ni siquiera aparece todos los años, se evapora a veces, cuando el mal tiempo frustra el comienzo de otra Semana Santa. Esa luz es veleidosa y vanidosa, es evanescente y frágil, es etérea y sublime. Puede que sea un sueño de la memoria que revive los mejores instantes del pasado. Esa luz nunca más asomará a lo largo de la Semana Santa, ya no parecerá igual, como si fuera un privilegio que se reserva para el comienzo.

Antigua luz, que empieza a nacer en el Parque, cuando llega el Señor de la Victoria en su paso dorado, que tiene un fulgor especial, casi hiriente, asomando entre la arboleda perdida de los sueños infantiles. Pero que brilla, de un modo más limpio, entre la plata y la blancura de la Virgen de la Paz, cuando ella se hace Rosa Mística en el jardín florido de esta Semana Santa que empieza.

Esa luz se ocultaba, acechando en la rampa del Salvador, pendiente de que sean las tres de la tarde, esta tarde única de cada año. Y asomará entre el blanco cortejo de los niños nazarenos. Cuando pase el tiempo traicionero, se convertirán esos pasos infantiles de hoy en la nostalgia irremediable de los viejos nazarenos. Esa luz de los niños, que es la más pura, la más inocente, la más sincera, y puede que la única. Brillará como un tesoro cuando el Señor baje la rampa, a lomos de la Borriquita, con la palmera que custodia el misterio de otro Domingo de Ramos, y que cobija a ese enanito al que todos señalamos con un dedo algún día. Es alegre este cortejo, que también puede ser el más triste de todos, si recordamos a otros niños nazarenos que ya no están. Sin embargo, la luz siempre se impone, y alumbra, y disipa las sombras del tiempo perdido.

Hay un momento de esta tarde en que la luz se cuelga de los naranjos de la calle Doña María Coronel para embadurnarse con el olor del azahar y para admirar la soledad del Cristo de la Humildad y Paciencia, tan profunda y sencilla, después de haber contemplado el milagro de la Eucaristía. Una luz que se funde con el incienso cuando llega la Virgen del Subterráneo. Es la primera vez que la luz se puede oler, que se confunde con el humo.

Era la misma luz que se quedó enredada en la puerta ojival de San Julián, entre los puñales de piedra bajo los que pasaba el Cristo muerto al que rezaba la Magdalena; la misma luz que parecía de plata cuando la tarde se postraba ante ese mar azul que evoca las lágrimas de la Hiniesta. Y era la misma luz que se paseaba por el puente de Triana, adelantándose al crepúsculo, para llegar pronto a recibir al Señor de las Penas, y para sembrar un acento dorado en otro momento mágico, ese que se vive cuando cruza la Estrella el puente.

Luz que es el brillo de la candelería de Gracia y Esperanza para acabar con las tinieblas. Luz dorada y añeja de la Puerta Osario, que carga también, como otro Cirineo invisible, con las Penas del Señor que ha salido (hoy vuelve, otra vez) de San Roque. Luz del día primero, luz del día único, luz que ya tiene prisas porque la esperan los ojos de la Virgen de la Amargura. Estará antes en esos ojos vidriosos del Señor del Silencio al que han despreciado, pero sobre todo la veremos en los ojos de la Madre, donde el llanto se refleja como una luz que brota del alma, donde la Amargura tiembla, donde parece espesa, pero la luz se eleva siempre sobre el llanto.

Y se perderá por las esquinas y las plazas, en busca del Amor, que es donde acaba la luz. Ahí se ha rendido, y a la vez se duerme victoriosa. Esa luz, que es la del Cristo con los brazos siempre abiertos, que es la silueta del pelícano, que es la mística de los bordados benditos de la Virgen del Socorro. Era la luz del Amor, que puede verse en la noche.

La luz que muere hoy en Sevilla para que nazca la Vida.

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